En las postrimerías del franquismo, un atolondrado y campechano ministro del Movimiento, deseando, sin duda, investir al régimen con un aura de modernidad, acuñó una frase que creyó ingeniosa: «Menos latín y más deporte». Oponía con ello lo que, sin duda por su inveterada calificación de lengua muerta, consideraba un símbolo de la enseñanza inútil y trasnochada, a una actividad sana, saludable y moderna, con la que los acomplejados españoles podrían tal vez reivindicarse de algún modo compatible con la tradicional furia española y codearse al fin, orgullosos, con el resto del mundo. Un ilustre latinista le respondió con gracia que alguna utilidad tenía el latín: gracias a él, los naturales de Cabra, como el propio ministro, podían llamarse egabrenses. Un latinista, por cierto, al que algunos atribuyen el texto del sorprendente vítor en loor del caudillo en la catedral nueva de Salamanca, en que se le calificaba de Miles Gloriosus, que no es en la lengua de Roma «soldado glorioso», sino «fanfarrón». Si Franco hubiera sabido un poco más de latín€ Claro que tampoco debían de andar muy sobrados sus detractores, vista la cantidad de pedradas que la inscripción ha recibido.

Lo cierto es que, si el ocurrente prohombre de aquel período aciago de nuestra historia pudiera, como dicen, levantar la cabeza, le sorprendería comprobar que el latín no solo no ha desaparecido de los planes de estudio, sino que, incluso, en virtud de la Lomce (algo bueno tendría que tener), se ha convertido en materia obligatoria del Bachillerato de Humanidades. Y no menos sorprendente le resultaría el éxito editorial de una obrita sin pretensiones, escrita por el filólogo italiano Nicola Gardini, de título ciertamente provocador (Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile), que, precisamente por la base léxica común que confiere el latín a las lenguas europeas, no requiere siquiera traducción, como señaló recientemente Ramón Amón. Y su sorpresa llegaría al paroxismo de saber que, al albur de la anglofobia generada en Europa por el brexit y la subida al solio imperial de un millonario prepotente y hostil, o al menos indiferente, a todo lo que no sean sus intereses de campanario, haya podido proponerse al latín como lengua oficial de la Unión Europea.

El latín fue ya durante muchos siglos en Europa lo que es ahora el inglés en el mundo: la lengua internacional de la cultura, de la diplomacia, del derecho y de la ciencia, y que todavía hoy un minúsculo pero influyente Estado del Viejo Continente, la Ciudad del Vaticano, lo tiene como lengua oficial. Ello no es indicio, por supuesto, de que se trate de una lengua comúnmente hablada, pero sí de que en latín puede hablarse (o al menos, escribirse) sobre cualquiera de las cuestiones que afectan, preocupan o interesan al hombre de hoy, y a las encíclicas papales me remito; de modo que, parafraseando a Wittgenstein, bien podría decirse que «todo lo que es decible, puede decirse con latinidad»; esto es, en buen latín.

Ya solo por ello debería revisarse la calificación usual del latín como lengua muerta. Y no solo porque el latín, a diferencia de las lenguas realmente muertas, como el etrusco, sigue leyéndose y actuando como fuente de inspiración y de deleite para muchas personas cultas de nuestro tiempo, sino porque, aunque a pequeña escala, sigue utilizándose y recreándose para fines comunicativos y sobre todo porque, aunque resulte, a primera vista, extraño, lo cierto es que hablamos latín. Es cierto que decimos más bien que nuestra lengua proviene del latín, lo que implica que no es ya latín. Pero también lo es que los latinohablantes nunca dejaron de utilizar la lengua que les habían enseñado sus padres, que se transmitió de generación en generación, sufriendo, a lo largo de la historia, profundos y violentos cambios, pero sin dejar nunca de hablarse, hasta llegar a nosotros. Lo que ocurre es que cuando hablamos de latín, lo hacemos en realidad de dos cosas distintas, o de dos caras distintas de una misma moneda.

Por una parte, de una prestigiosa lengua literaria que, por el peso y la influencia de los grandes autores, acabó convirtiéndose en una especie de código lingüístico intemporal, tendente a la fijación por el prestigio y la tendencia a la imitación de los grandes modelos; es lo que llamamos latín clásico, la modalidad de latín que seguimos estudiando en el curriculum académico. Y, por otra, nos referimos al latín cotidiano que se hablaba en el día a día, que evolucionaba y se transformaba en cada generación y de manera levemente distinta en cada provincia del Imperio, hasta que, al producirse el desplome de la cultura latina y la fragmentación del Imperio, la evolución fue tan distinta en cada uno de esos ámbitos que resultaba ya casi imposible la intercomunicación y se sentía que se trataba de lenguas independientes y distintas también del latín culto y literario que solo hablaban o escribían los letrados.

Pero lo cierto es que algunas de las peculiaridades de nuestra lengua parecen ya prefiguradas todavía en la época en la que el latín era una sola lengua. Para nosotros, por ejemplo, escribir b o v es solo una convención gráfica, sin diferencia en la pronunciación; en el latín estándar, sin embargo, la v se pronunciaba como u, de modo que bibere (beber) y vivere (vivir) no eran ni homógrafos ni homófonos. Sin embargo, los latinoparlantes de Hispania, según testimonia Estrabón, pronunciaban ya vivere como nosotros, haciendo sonar la v como b: por eso llamaban a los hispanos felices, «porque para ellos es lo mismo vivir que beber»; un indicio, además, de que el estereotipo del español juerguista tiene también raíces muy hondas. No es solo, que, de vez en cuando, utilicemos expresiones que son todavía latinismos crudos (motu proprio, in extremis, in albis€), sino que, cuando hablamos, hablamos en realidad latín; no, claro está, el latín literario de Virgilio o Lucano, sino el último estadio de desarrollo (por el momento) del latín popular hispánico que empezó a individualizarse ya antes de nuestra era. Y tan latinismos son padre, madre, verde, correr€ como ex aequo o de facto.

Naturalmente, cuando se propone el latín como lengua oficial de la Unión Europea no estamos hablando del latín popular que desembocó en las llamadas lenguas romances, pues buena parte de ellas (el francés, el español, el italiano, el portugués) ya lo son, sino del latín culto heredero del latín clásico, que durante siglos fue la lengua internacional de cultura en la que se entendían las personas cultivadas con independencia de su país de nacimiento y de la lengua vernácula que emplearan en su día a día. Pretender, por supuesto, que sea esta la lengua que se utilice en todos los actos oficiales, sería, quizás, poco práctico y nada realista; pero acordar al menos que los grandes documentos se redacten, además de en las lenguas instrumentales consagradas por el uso, en la lengua del Lacio sería un buen modo de rendir tributo a de dónde venimos y a lo que nos une. Y, en estos tiempos en que todo se mira con la lupa del control del gasto, costaría muy poco en relación con su valor simbólico y de justicia.