Estoy, imagino que como muchos ciudadanos, confuso. Durante décadas he tenido una relación ingenua, juvenil, con el sistema democrático. Me bastaba con disfrutar de las libertades esenciales, me era suficiente con no tener encima a censores, beatos y patrioteros, aunque los siguiera habiendo (pero al menos no me obligaban por ley a obedecerlos), para estar seguro de que disfrutaba como ciudadano de los privilegios reconocidos en las sociedades abiertas.

No tenía en cuenta dos cosas: en primer lugar, que por más que nos hayamos librado de una dictadura hace cuarenta años, aún quedan muchos que incomprensiblemente la añoran. La sociedad española no ha evolucionado unánimemente hacia un ideal razonable que haría, en palabras de Alfonso Guerra, que a este país no lo fuera «a reconocer ni la madre que lo parió». Eso no pasa. Es verdad que las sociedades se mueven en varias direcciones a la vez (es el privilegio de las estructuras democráticas), por lo que no deberíamos quejarnos: era peor cuando no dejaban que los que no estábamos de acuerdo lo manifestáramos. En segundo lugar, me parecía que bastaba con que ejerciera mi derecho de voto de forma regular. Cada cuatro años mi voto servía para premiar o castigar a los partidos y a los políticos (incluso para lavar delitos que deberían ser juzgados en los tribunales). Nuevamente imaginaba por pura satisfacción que yo elegía a mis políticos preferidos, cuando en realidad solo daba mi aquiescencia a una lista impuesta por mi partido sin que yo conociera al 90 % de quienes la integraban. El poder estaba en los partidos y la ilusión de votar me tenía secuestrado, incapaz de ver lo que escondían las listas cerradas: la corrupción para obtener el dinero necesario y así consolidar la tiranía de los grupos políticos y el sistema de votación en el parlamento, con un tipo que levanta un dedo o dos o tres señalando el voto a sus diputados.

Miro a mi alrededor y me escandalizo. Todo el sistema parece corrompido: las decenas de casos que ensucian nuestra vida y contra los que aparentemente no es posible luchar indican no solo que las estructuras políticas, ávidas de dinero, funcionan robando, sino que, de paso, los políticos también se lucran. Por supuesto que digo que hay que acabar con las corruptelas. Claro que sí. Pero no digo que haya que liquidar el sistema, como querrían los nostálgicos. Es preciso reformarlo de arriba abajo: reformar la ley electoral para que el elector se sienta verdaderamente representado y acabar con el dinero negro.

Llegados a este punto, sería conveniente dilucidar la razón por la que los partidos no sufren por una corrupción de la que la ciudadanía es perfectamente consciente. Las preferencias de voto manifestadas una y otra vez en las encuestas de opinión no castigan a los corruptos. Ello obedece a dos posibles motivos: o el elector cree que la falta de honradez es congénita y que es preferible que roben a que deje de funcionar el sistema; o que ya le gustaría integrarse en el tinglado para participar en los beneficios. No. Las razones de la intención de voto discurren por otros derroteros que tienen que ver con la solidez del partido respectivo, con la ausencia de luchas internas, con líderes reconocidos y con una ideología política asentada. La deshonestidad debe limpiarse de otra manera. Es cuestión de cárcel, no de voto.

Por poner un ejemplo de ideología. Se dice de Trump que es un pragmático y que tiene la flexibilidad de cambiar de política cuando las circunstancias lo requieren. Falso. Cambia cuando se entera de qué va la cosa. La OTAN es la misma hoy que hace tres meses; entonces el presidente americano afirmaba que era obsoleta y ahora dice que es estupenda. No tiene ni idea de lo que es presidir un país. Su famosa frase del mes: «no sabía que este asunto del seguro médico fuera tan complicado». Su frase del mes próximo: «no sabía que esto de Siria fuera tan complicado».

Volviendo a España, estaría bien que nuestros parlamentarios, amen de una ideología contrastada, tuvieran educación superior y acreditaran oratoria. A lo mejor nos evitaríamos licenciaturas inventadas, tesis doctorales plagiadas y discursos incomprensibles o faltones. También me gustaría que el candidato a presidente del gobierno hablara idiomas como condición inexcusable.