La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Artículo 1 de la Constitución de Cádiz, 1812 (primera constitución española). Y, en su artículo 10 se afirmaba que «el territorio español comprende en la Península, con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno».

Pero unos años más tarde, en 1820, el plenipotenciario de una supuesta República de Colombia declaraba: «La emancipacion general de la América declarada y prometida de una vez, pero gradual y sucesivamente executada, comenzando por Colombia, que da el exemplo de solicitarla de la Madre Patria de un modo respetuoso y filial». El mismo plenipotenciario aducía que las Constituciones no son sacrosantas (¿tenía razón?). Aunque este mismo embajador de la gran Colombia no alcanzaba a vislumbrar, por ejemplo, que una parte de su territorio, Panamá, les espetaría corriendo el tiempo, en 1903: «El Istmo de Panamá fue gobernado por la República de Colombia con el criterio estrecho que en épocas ya remotas aplicaban a sus colonias las naciones europeas; el pueblo y el territorio istmeños eran fuente de recursos fiscales, y nada más. Los contratos y negociaciones sobre el ferrocarril y el Canal de Panamá y las rentas nacionales recaudadas en el Istmo han producido a Colombia cuantiosas sumas». Por todo ello declaraban la independencia de Panamá en el susodicho año 1903, visualizando que las soberanías no pertenecen a los demandados, sino a los demandantes, tal como había ocurrido antes con Colombia respecto de España, porque la realidad cambiante dicta que no hay códigos eternos.

Unos años antes, en 1897, en plena efervescencia de la disidencia cubana, los liberales españoles hacían juramentos de una índole como esta: «Brindo por la integridad, la totalidad e integridad del suelo patrio, no ya menguado y escindido cual lo quieren cuatro locos, sino dilatado cuanto lo quieran todos los hijos de nuestra península..., por la Unidad del Estado, del habla nacional, de la legislación civil y económica; por la unidad política, por la paz de Cristo...» Y los progresistas de Ruiz Zorrilla no iban a la zaga: «Demócratas somos, con delirio amamos la libertad, pero si para dársela a Cuba hemos de ver regresar a nuestro ejército humillado, entristecido por una derrota sin lucha y sin gloria... ¡Ah!, entonces renegaríamos de la libertad y de la democracia, que nos dejan convertidos en un pueblo sin honra...». «Cuba es España», nos decía Clarín, y «la historia ha consagrado el derecho de España a la soberanía de sus dominios».

Al año siguiente, en 1898, el presidente Sagasta manifestaba en el Congreso: «Si no quedara nada después de la catástrofe (pérdida de Cuba), desgraciados de nosotros. No es este el camino (el lamento) para que podamos reponernos de las pérdidas sufridas ni llegar a una verdadera regeneración».

Ya más recientemente, en este año en curso, el ministro de Exteriores español, Alfonso Dastis, nos espetaba: «Yo soy de "Gibraltar, español", pero hay que ser inteligentes a la hora de abordar esta cuestión». Es decir, «Gibraltar español» es la opinión comúnmente esparcida y aclamada por la oficiosidad hispánica, sin embargo en los dos referendos celebrados en Gibraltar (1967, con 99,6 % a favor de ser ciudadanos británicos; y en 2002, con 98,4 % en contra de la soberanía compartida hispano-británica) nadie ha pretendido ni logrado que votasen la totalidad de los españoles sobre la cuestión gibraltareña, porque en ningún sitio se acepta ser juez y parte. Decide solo la parte, es decir, decide Gibraltar. Como Escocia en Gran Bretaña o como El Quebec en Canadá, que ya ha realizado dos referendos de autodeterminación.

En fin, podemos decir que España es una realidad, o un concepto, o una idea, o un sentimiento, o una imposición, o un pacto... ¿Qué es? La Historia nos lo pone difícil. De entre todas las posibilidades expuestas, sabemos a ciencia cierta que la democracia se forja sobre el «pacto». ¿Quizá no haya otro camino?