Una nueva noticia sobre el expolio de las rentas de los trabajadores españoles ha caído como una losa sobre la economía nacional sin que los principales medios de comunicación la hayan analizado ni las mayorías expoliadas se hayan dado por aludidas ni, por tanto, hayan tampoco expresado el deseo de cambiar el sentido de su voto (los estudios demoscópicos auguran mayoría absoluta para un gobierno del PP en coalición). Desmintiendo el tajante y campanudo anuncio del ministro Luis de Guindos en 2012, según el cual el rescate financiero no iba a costar «ni un euro» a los españoles, el Banco de España ha desvelado en su último informe sobre la crisis financiera que va a costarnos nada menos que 609.613 millones de euros.

La invisibilidad del expolio de las clases bajas en el capitalismo postindustrial tiene causas bien conocidas. Los partidos políticos mayoritarios que han legislado contra el pueblo sometidos a la presión o el soborno de los cabilderos de las grandes empresas y entidades financieras con quienes están comprometidos en primer lugar han justificado la salvación de las entidades bancarias a costa de hundir la sanidad y la educación costeada con los impuestos a las clases baja y media esgrimiendo el sofisma de que no existe alternativa o de que cualquier alternativa sería peor; en última instancia, con la falsedad de que carecen de capacidad de decisión e influencia sobre la marcha de la cosa pública dentro de su propio territorio: son los mercados los que mandan. Ahora bien, es la facultad de decisión con potestad de coacción lo que precisamente define el poder político. Pues el Estado, a través del Gobierno y la Administración, es en esencia el aparato social de coerción y compulsión. Si los organismos internacionales que marcan la política económica global a favor de la economía mercantil no regulan ni limitan el poder económico de los bancos de inversión que causaron la Gran Recesión, sino que más bien regulan el poder político de los Estados, es porque éstos se dejan limitar y regular teniendo en su mano el único poder de coerción dentro de sus fronteras. Si los organismos compuestos por burócratas y ejecutivos de escasa o nula representatividad democrática, del FMI al Banco Mundial, logran imponer a los pueblos sus devastadoras políticas de ajuste presupuestario, es porque los gobernantes de esos pueblos se lo permiten. Son los gobiernos los que han permitido que los bancos puedan endeudarse sin límite con los ahorros de sus clientes, del mismo modo que se lo prohibieron con éxito antes de la explosión de los bancos de inversión de los años ochenta, y, por tanto, pueden volver a prohibírselo en el futuro. Las instituciones y prácticas políticas conforman por acción o por omisión las instituciones y prácticas económicas. La confusión deliberada entre no hacer nada para evitar la creciente desigualdad y no poder hacer nada es la clave secreta de la falacia de la abstracción del Estado.

La frecuente alianza de los ricos y los poderosos prolonga hasta hoy mismo la opresión inmemorial de la gran mayoría de productores gracias a la formación del consenso a través de la ortodoxia académica, el sistema educativo y los medios de comunicación que financian y controlan ambas minorías organizadas en una economía de explotación global. Lo que ocurre ahora es lo que ocurrió siempre en mayor o menor grado: en tanto los llamados «grandes» por Maquiavelo, hoy en buena parte adscritos al improductivo sistema financiero y, por tanto, tan parasitarios como en el quinto milenio antes de Cristo, no pagan impuestos o lo hacen en cantidades insignificantes amparadas en la evasión legal, el pueblo sostiene como siempre sobre sus espaldas la parte más pesada de la carga fiscal: el déficit público crónico que deberán pagar los productores y sus descendientes. La servidumbre vitalicia de los trabajadores en la plutocracia global contemporánea no es muy distinta a la de las plutocracias locales de hace mil años. «En Cartago -nos instruye Theodor Mommsen- se tenía la costumbre de devolver a los ricos sus bienes, cuando habían caído o se habían empobrecido, a costa de sus súbditos». La mayor diferencia reside en que el amo se nos aparece ahora como abstracto, impersonal e inapelable. Tal forma de nueva esclavitud dictada desde los altos despachos de la City o Wall Street requiere nuevas prácticas de engaño en materia ideológica, incluido el uso interventor de la economía clásica y neoliberal que legitima con precisos algoritmos sesgados el desequilibrio creciente entre los pocos magnates y los muchos productores de todo el mundo.

Ante el criterio de los mercados, los dirigentes se encogen de hombros o señalan a otros como responsables, dado que «no se puede hacer otra cosa». Pero desde luego que se pueden hacer otras cosas, como han mostrado las socialdemocracias escandinavas desde hace tres cuartos de siglo; entre ellas, reducir la desigualdad económica entre ricos y pobres con un mayor control de la economía y la distancia política entre gobernantes y gobernados con una democracia más efectiva. Al igual que los simios y los niños, sin embargo, los responsables políticos prefieren desviar la atención sobre un tercero a mano cuando quieren descargar su culpa, como si la actual transferencia de las rentas del trabajo a las del capital fuera independiente de la gestión pública que intercambia favores con la empresa privada. Siendo la esencia del poder político precisamente la capacidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo, el delegado para realizar esta tarea en nombre de la sociedad falta a su primera obligación cuando no toma decisiones y falta a la verdad cuando afirma que no puede tomarlas.