Hace una semana me preguntaba en esta crónica si el gobierno de Carles Puigdemont implosionaría, por sus divisiones internas, antes del anunciado referéndum. Ya sabemos la respuesta. Ha habido una crisis que Puigdemont ha resuelto sacando del gobierno a los moderados del PDeCAT, la antigua CDC. Y como consecuencia estamos ante un gobierno más radicalizado en el que el peso de Oriol Junqueras, líder de ERC, es mayor, y que ha puesto rumbo a un choque duro con el Estado por el referéndum de autodeterminación del 1 de octubre.

Vamos a la crisis. Un grupo de cuatro consellers -Neus Munté (Presidencia y portavoz), Jordi Jané (Interior), Jordi Baiget (Empresa) y Meritxell Ruiz (Educación), más el secretario del gobierno (Joan Vidal de Ciurana)- ponía reparos -diversos y con distinta intensidad- al choque frontal con Madrid. Y lógicamente la tensión subió al anunciarse oficialmente la fecha del referéndum unilateral. Puigdemont cesó primero al conseller Baiget, por unas declaraciones críticas, y luego a los otros cuatro. El president se ha posicionado pues con Junqueras, que exigía el cese de los que no querían el choque frontal. En realidad, podemos estar ya viviendo una especie de copresidencia. Ya no hay un presidente del PDeCAT y un vicepresidente de ERC, sino dos copresidentes.

Por otra parte, Puigdemont se ha impuesto a la nueva dirección del PDeCAT (Marta Pascal y David Bonvehí), que han tragado, con el apoyo decidido de Artur Mas, que también apuesta por un choque duro con el Estado. Los moderados han desaparecido del gobierno. Excepto el pragmático Santi Vila, que aspira a ser el candidato a la presidencia del PDeCAT en las próximas elecciones.

Así las posibilidades de choque light -quizás uno de los objetivos de la Operación Diálogo de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría- se han esfumado. El Parlament catalán aprobará el próximo miércoles la reforma de su reglamento, lo que permitirá aprobar el 6 de septiembre, en sesión única y como si se tratara de un paseo draconiano, la ley del referéndum. Esperando que el Tribunal Constitucional la suspenda inmediatamente. Así, la Diada del 11 de septiembre tendrá un carácter muy reivindicativo, ante una nueva prohibición de España, y se aspira a que sea el punto de arranque de una serie de movilizaciones. Para influir sobre la población y lograr la atención de la prensa extranjera.

La prueba del choque duro ha sido el cambio del director de la policía catalana, el jefe de los Mossos. Albert Batlle, antiguo alto cargo del PSC, maragallista y conocido por su moderación -declaró que la policía siempre cumpliría la ley y obedecería a los tribunales- ha dimitido y el nuevo conseller de Interior, Joaquim Forn, le ha sustituido por Pere Soler, un independentista radical. Y Forn ha asegurado algo que puede ser contradictorio: que la policía catalana respetaría la ley y que garantizaría que los catalanes votasen el 1 de octubre. ¿Qué pasa si el Tribunal Constitucional suspende el referéndum? Forn contestó que era algo que ni se planteaba y que en todo caso le haría frente en su momento pero que no esperaba ninguna orden judicial.

Lo que pasa es que Puigdemont, Jonqueras, Forn y Jordi Turull, nuevo conseller de Presidencia, piensan que el referéndum sería ilegal según la ley española, pero estaría amparado por la ley catalana del referéndum. Veríamos así un auténtico duro choque de trenes, el de dos legalidades que discutirían por mandar sobre un cuerpo de seguridad.

¿Cómo impondría el gobierno de Madrid la legalidad española a la policía catalana? Ésa es la cuestión. Estamos ante una crisis constitucional grave que -se resuelva como se resuelva- no reforzará la imagen de España. En Cataluña la mayoría de los no separatistas -las encuestas dicen que la población está partida- cree que el PP se equivocó con la campaña y el recurso masivo contra el Estatut del 2006 que acabó con la sentencia -cuatro años después- del 2010 del Tribunal Constitucional. Pero que todo se agravó al no saber negociar algún acuerdo en la legislatura de su mayoría absoluta (2011-2015). Ahora todo está mucho más envenenado.

Macron pone firme al ejército

Emmanuel Macron logró ser presidente y -más difícil- su nuevo partido obtuvo mayoría absoluta en las legislativas. Luego su relación con Angela Merkel, la recepción a Vladimir Putin en el Palacio de Versalles, la reunión del G20 en Hamburgo y la presencia de Donald Trump en la fiesta nacional del 14 de julio le han dado imagen de estadista internacional. Pero la luna de miel se puede estar acabando. Se creía que los primeros problemas surgirían con la reforma laboral, que se ha iniciado sin ruido. O que la necesidad de bajar el gasto público -o la imposibilidad de bajar impuestos- le haría perder apoyos sociales por los recortes, o el favor de las clases medias por el retraso en las prometidas rebajas de impuestos. Pero nadie esperaba que el primer choque de Macron -un presidente muy interesado en el papel, también militar, de Francia en el mundo- fuera nada más y nada menos que con el jefe del Ejército.

Para cumplir con el déficit del 2017, el Gobierno se ha visto obligado a un recorte no previsto de 4.500 millones de euros. Y 870 corresponderán al Ministerio de Defensa (32.000 millones de presupuesto). Pero el Ejército lleva años quejándose y el jefe del Estado Mayor, el general Pierre de Villiers, bien considerado y hermano del político nacionalista Francois de Villiers, no dudó en manifestar su irritación en una comisión parlamentaria: «No me voy a dejar joder esos 870 millones». La frase llegó a la prensa y Macron afirmó con rapidez que el jefe del Ejército es él, que no era bueno lavar ropa sucia en público, y que si el general no estaba de acuerdo podía dimitir. Lo hizo el miércoles.

Macron ha tenido decisión en romper con la «adicción al gasto público de la sociedad francesa», que criticaba, y el choque no ha sido con los sindicatos, sino con el Ejército. Pero ha tenido un desencuentro público que -según Jerome Fourquet, director de la primera casa de encuestas francesa- puede perjudicarle ante parte del electorado pues, tras los atentados de los últimos meses, el Ejército ha ganado popularidad y es visto como garante de la seguridad.

Bajar 60.000 millones de gasto público en cinco años y al mismo tiempo eliminar impuestos (el de patrimonio y el de la vivienda) y llevar el déficit público a una posición cercana al equilibrio -lo que no pasa en Francia desde hace muchísimos años- no es una ecuación fácil. El jefe del Ejército ha sido el primer rebelde y la primera víctima. Pero la oposición -no sólo la derecha- ha aprovechado para atacar a Macron con cierta furia. El conservador «Le Figaro» tituló: «El general Villiers se va, Macron logra la unanimidad en contra».