Hace algún tiempo se publicó en este mismo diario una amplia entrevista a una joven experta en big data que había trabajado en importantes multinacionales de la telecomunicación. La cabecera del artículo, extraído de sus palabras a lo largo de la entrevista, era sobrecogedora: «No vamos a sobrevivir sin tecnología». La pregunta que me surgió al leer ese titular tiene que ver con el papel que ha jugado la tecnología en la evolución de la humanidad, hasta el punto en que nos encontramos ahora ante el riesgo de nuestra propia desaparición autoinducida.

Pero es una pregunta poco frecuente. Parece que el tecno-optimismo generalizado -la creencia de que la misma cosmovisión tecnocapitalista que ha causado el problema nos va a aportar la solución- es tan poderoso que no nos permite ser mínimamente objetivos. Lewis Mumford y Manuel Sacristán ya advirtieron hace décadas de que el desarrollo de la tecnociencia no implica necesariamente un beneficio para la humanidad, pues dependerá de la ideología que la sustente y la dirija, y de si somos capaces de controlar sus propios procesos de retroalimentación y crecimiento exponencial. Pero parece que no lo somos. Sobre todo en los dos últimos siglos, los avances tecnocientíficos han multiplicado nuestra capacidad de alterar la naturaleza y han modificado drásticamente la estructura de las sociedades humanas. Este proceso, que en general se percibe como progreso positivo para la humanidad, ha sido también el causante de graves desequilibrios ecológicos que están acelerando el deterioro de los ecosistemas de los que depende nuestra subsistencia.

Pero visto el nivel de enraizamiento que tienen las nuevas tecnologías en nuestra estructura social, es dudoso que tengamos la suficiente capacidad para ser críticos al respecto. La tecnología es nuestra hija predilecta, y aunque nos cause problemas la amamos. Sin embargo, no es evidente que nos vaya a ayudar de forma eficaz a solucionar los grandes problemas a los que nos enfrentamos a principios del decisivo siglo XXI, el siglo del cambio climático, de las grandes migraciones y del progresivo declive de los combustibles fósiles que constituyen la base de nuestra civilización industrial.

Más bien deberíamos recuperar con urgencia las humanidades para equilibrar en lo posible nuestro desmedido amor tecnológico. Las humanidades también son nuestras hijas, que prácticamente hemos expulsado de casa para ocuparnos de la nueva criatura. Solo la recuperación de la eudaimonía -la tradición de la Vida Buena aristotélica- y del mesostés -el camino del comedimiento- nos permitarán sobrevivir, pero no especialmente la tecnología, ni el pensamiento prometeico que busca desafiar todo límite. Es la filosofía la que nos puede recordar el camino adecuado, esa impescindible disciplina que algunos de forma ciega o interesada pretenden expulsar de nuestras aulas