En 2004, el físico David Bodanis describía en su libro The Electric Universe, qué pasaría si hubiera un gran y persistente apagón: no habría radio y televisión, por tanto las noticias desaparecerían, excepto por aparatos a pilas, que se gastarían, los teléfonos móviles habría que dosificarlos para retrasar el gasto de la pila que ya no se podría recargar, si las escuelas estuvieran abiertas sería peligroso llevar a los niños, pues la gasolina se gastaría pronto; los surtidores de las gasolineras funcionan con electricidad, y las bombas supletorias también, no se podría almacenar alimentos pues las tarjetas de crédito no funcionarán, y los cajeros para obtener billetes, tampoco. En una semana las comisarías de policía no funcionarían, las ambulancias tampoco, y si se llegara a pie a los hospitales no habría rayos X, ni vacunas refrigeradas, ni sangre congelada, ni ventilación, ni luz. El aeropuerto, sin radar, y sin combustible, estaría cerrado, igual que los puertos, donde los grandes contenedores no podrían descargarse, ni su mercancía utilizarse, pues los camiones de transporte estarían parados. Internet apagada, y «al cabo de pocas semanas, casi todas las ciudades y barrios periféricos del mundo resultarían invivibles».

Un economista ecologista, Marcel Coderch, frente a las aseveraciones del ingeniero químico James Lovelock en pro de la energía nuclear, advertía, en junio de 2004, de que hay en el mundo unas 450 centrales nucleares que producen el 12% de toda la electricidad mundial. Habría que construir otras 7.200 centrales adicionales para cubrir el 40% de toda la energía que consumimos más cubrir el abastecimiento eléctrico del transporte, en lo cual se tardaría unos 120 años.

Pero, aunque supongamos que el mundo dejara de crecer, en la transición generaríamos una cantidad de CO2 equivalente a la que producimos ahora en 10 años. De otro lado, las reservas conocidas de uranio se estiman en unos 25 años, y se debe estudiar de dónde se espera obtener el combustible, y con qué tipo de energía se le extraerá, y con qué generación de CO2 , pues las minas de uranio son hoy día intensivas en combustibles fósiles.

Otro experto, George Monbiot, también en 2004, advertía de que mientras más compleja sea una economía, más débil será, y la opción salvadora pasa por desmantelar cuanto antes la economía tal y como funciona: «Para comprender lo que va a pasar, en primer lugar debemos entender el hecho central de la existencia. La vida es una lucha contra la entropía. La entropía puede definirse a grandes rasgos como la dispersión de energía. Tan pronto como un sistema -ya sea un organismo o una economía- se queda sin energía, comienza a desintegrarse. Su supervivencia depende del apoderamiento de nuevas fuentes de combustible. La evolución biológica está dirigida por la necesidad de aprovechar la energía que otros organismos requieren. Lo mismo vale para nuestras economías». Y después de mostrar que es imposible que las energías alternativas provean de lo suficiente, añade: «Si es imposible de sostener la complejidad de nuestra economía, nuestra mayor esperanza es empezar a desmantelarla antes de que colapse».

Si buscamos la razón para explicar esta actitud, que parece autodestructiva, podemos, por ejemplo, leer el clásico Warum Krieg?, traducido ¿ Por qué la Guerra?, de 1932, colección epistolar entre Albert Einstein y Sigmund Freud, donde vemos que el primero señalaba: «La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?». Más adelante, observaba: «porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva». Esto fue el 31 de julio de 1932.

En setiembre de 1932, el Doctor Freud contesta: «Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos lados. Luego me sorprendió usted con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mi incompetencia, pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas. Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico... sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico. Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa? Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse? Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia? querría demorarme todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan los afanes de la vida».

Pues eso, no es un problema del humano, que tiene dientes y uñas, además de razón, la mejor herramienta para hacer daño, se trata de su propia naturaleza. Pero seguro que si investigamos encontramos una solución para cambiar la naturaleza de este bicho maligno que practica su propia autolisis social. La hay, seguro que la hay.