puede el Partido Popular, con un 30 % del voto, gobernar con la misma intolerancia que mostraba cuando disponía de una holgada mayoría absoluta? ¿Pueden el PP y Ciudadanos utilizar su mayoría en la Mesa del Congreso para bloquear las leyes progresistas que la mayoría parlamentaria estamos aprobando sesión tras sesión?¿Puede un fiscal general del Estado reprobado por sus favoritismos, venir ahora a poner en fila india a 712 alcaldes democráticamente elegidos para investigarlos por haber manifestado su disposición a ceder locales para el 1-O?

Estos interrogantes habrán de ser objeto de análisis en algún momento de mayor sosiego, pero ahora me preocupan los daños que el obstinado manejo de la crisis independentista por parte de Mariano Rajoy está acarreando para nuestra democracia.

El «desafío independentista»: desde el minuto uno, Rajoy y toda la derecha rancia ha utilizado un lenguaje belicista, que inevitablemente lleva a identificarlos como una gente educada en la mentalidad del Capitán Trueno y del Guerrero del Antifaz. Así, envilecen el sano contraste de pareceres políticos y parecen cargar de mayor razón a quien más adusto se muestre con su oponente. Un error y un horror para la convivencia.

Ilegalidad provocada: de la misma manera que la jurisprudencia tiene asentado que resulta contrario a Derecho provocar un delito, la actitud de Rajoy ha provocado la ilegalidad del proceso que él mismo combate. El Constitucional ha dicho que el referéndum no será válido si la Generalitat de Catalunya no lo acuerda con el Estado, ergo la solución simplista de Rajoy ha sido la de negarse a negociar para provocar que los otros se coloquen así en situación de ilegalidad. Se trata de un análisis ventajista, que saca rédito de cualquier circunstancia, aún al precio de romper la convivencia.

Conflicto artificial: si Rajoy se considera constitucionalista, debe demostrar con su actuación que se cree la Constitución Española y amoldar a ella su interpretación de la realidad. El artículo 92 dice que el referéndum es consultivo; si la norma suprema establece tal carácter, un constitucionalista de verdad no debería sentirse vinculado por el resultado de ningún referéndum. Pero, desgraciadamente para todos, Rajoy ha optado por buscar la confrontación.

Hasta hoy, el conflicto se ha desarrollado dentro del plano institucional español: los independentistas han actuado en todo momento dentro de las instituciones del Estado español, conformado por la Administración central y las diecisiete comunidades autónomas, que tienen ámbitos competenciales diferentes pero no están en relación de subordinación jerárquica. Carles Puigdemont es, de acuerdo al artículo 152.1 de la Constitución, el máximo representante del Estado en Catalunya, y su actuación se ha sujetado en todo momento a normas emanadas del Parlament, una de las asambleas legislativas existentes en España. Rajoy se equivocó cuando trató a Puigdemont y al Parlament como un simple grupo de sublevados, porque tienen la misma legitimidad que él para hacer política.

El proceso independentista se ha mostrado pacífico, a pesar de algún condenable incidente aislado. Pero Rajoy no pone en valor la actitud globalmente cívica del movimiento independentista, sino que opta por difundir la idea de que el 1-O habrán unas violencias imprecisas.

Las actuaciones de Rajoy no son solo lesivas para una hipotética normalización de las relaciones con Catalunya; también afectan al conjunto de la sociedad. Su reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional atribuye a este órgano la posibilidad de exigir responsabilidad penal por incumplimiento de sus resoluciones, algo insólito para un tribunal que solo debería dedicarse a declarar el ajuste constitucional de las normas. Además, si algún otro territorio quisiera convocar unilateralmente un referéndum sobre políticas en los que el Estado también estuviese implicado, como pasaría si la Generalitat Valenciana nos preguntase si estamos de acuerdo con el injusto sistema de financiación vigente, ¿deberían ir a prisión el presidente de sus Cortes y los miembros de su Ejecutivo?

Llegados hasta aquí, me guste o no me guste una Catalunya independiente, constato que el presidente Rajoy debería abandonar la primera línea política para dar paso a alguien capaz de buscar una solución razonable o, al menos, que deje de rompernos en la cara muchas de las ideas básicas en que se sustenta la auténtica democracia.