Cualquier cuerpo por encima del 0 absoluto (-273´15 ºC) irradia energía, en forma de ondas electromagnéticas. La longitud de onda, el espacio entre dos picos, puede variar en un espectro infinito. La parte visible de ese espectro oscila entre 0´4 y 0´7 micrómetros, unidad que equivale a la millonésima parte del metro. La longitud de onda de emisión máxima de un cuerpo varía con su temperatura. Es la ley de Wien. Así la Tierra, con 15ºC de temperatura media, tiene su máxima emisión en las ondas de radio, 10 micrómetros, una longitud larga. El sol, que eleva su temperatura a más de 5.500 ºC, deja su emisión máxima en el espectro visible, 0´5 micrómetros. En el espectro visible, emite el 44% de su radiación y un 48% dentro de la onda larga, en el infrarrojo, (de 0´7 a 4). Apenas el 8% queda en la ultravioleta, la onda más corta, pero esta radiación es muy significativa, por su incidencia en afecciones como el cáncer de piel o enfermedades oculares, caso de las cataratas. La cartografía de esta radiación ultravioleta vendrá determinada por cuestiones diversas. De un lado, la latitud. La radiación se incrementa hacia el ecuador, donde los rayos solares pueden llegar a ser perpendiculares, atraviesan menos atmósfera y se concentran en menor superficie. Al contrario, disminuye hacia los polos. Otra protección es la nubosidad, como lo evidencia el descenso radiactivo en las latitudes ecuatoriales, sometidas a las borrascas de la Zona de Convergencia Intertropical. De hecho, los máximos planetarios se alcanzan en los trópicos, que aúnan una baja latitud con una nubosidad inexistente. Un tercer factor es la altura: menos espesor atmosférico supone menos protección y más ultravioleta obligando a adaptaciones: la meseta del Tibet, a 3.000 metros, es un buen ejemplo.