Cuando en 1978 se aprobó la Constitución Española después de cuarenta años de dictadura, se hizo pensando en resolver de manera definitiva las causas que motivaron la guerra civil y su posterior régimen franquista así como en terminar con las tensiones territoriales desestabilizadoras de la política y la sociedad española de los últimos doscientos años. Para ello se ideó un sistema de cohesión territorial que englobase y enraizase a todas las regiones para que, reconociendo sus diferencias históricas y culturales, quedasen articuladas dentro de un Estado democrático cuya cúspide política quedaba representada por una monarquía parlamentaria.

Gracias a este modelo constitucional se conseguían dos cosas. Por una parte, integrar por fin a todos los partidos y movimientos nacionalistas españoles en único Estado respetuoso con la diversidad y acorde con los nuevos tiempos políticos que se habían extendido en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Nuevos tiempos que apostaban por la unión paulatina de los Estados mediante la entrega de un buen número de sus competencias a un órgano comunitario formado a su vez por representantes de los Estados miembros que contase con un parlamento elegido por todos los ciudadanos europeos. Se apostaba, por tanto, por la puesta en común de los países con una misma base cultural e histórica en vez de por la atomización estatal, la desunión y la desconfianza.

Por otro lado, mediante la entrada en vigor de la Constitución Española -previa aprobación masiva por referéndum- determinados territorios españoles con tradición nacionalista renunciaron a sus reivindicaciones a cambio de asumir un número de competencias de tradición estatal que convertía a algunas comunidades autónomas -en el momento de entrar en vigor la Constitución o con posterioridad- en casi Estados dentro de otro Estado. Es decir, los partidos políticos nacionalistas renunciaban a la confrontación territorial a cambio de autonomía en la administración de los territorios en los que se presumía tendrían un papel preponderante.

Casi cuarenta años después de aquel acuerdo político que instaló -a excepción de los tres años de la Segunda República- la democracia por primera vez en España, los hijos y nietos de aquellos que se comprometieron a vivir en la concordia renunciando a sus reivindicaciones independentistas no se sienten concernidos por aquel pacto que tenía vocación de perdurar en el tiempo y gracias al cual España ha alcanzado un nivel de paz social y democrático y un desarrollo económico como nunca antes había ocurrido.

Se da la extraña paradoja de que los que han podido tener una vida muy diferente a la que tuvieron sus antepasados gracias al sistema constitucional pretenden ahora negarlo y terminar con él apoyando a una derecha catalana que nunca ha tenido en cuenta sus necesidades. Si no fuera por el sistema de libertades, así como por los derechos económicos y sociales que la Constitución establece, muchos de los que tachan despectivamente a la Transición como régimen del 78 estarían como sus padres y abuelos recogiendo patatas en el campo en condiciones infrahumanas, sirviendo en casas por un mísero sueldo o dejándose la salud en fábricas insalubres.