Un cuento de origen incierto relata que a una rana que se encontraba a la orilla de un arroyo se acercó un alacrán pidiéndole que le ayudara, sobre su lomo, a cruzar la corriente. La rana se negó, al principio, por temor a ser picada; finalmente accedió a lo que se le pedía y, en mitad del camino de agua el alacrán inyecto su veneno en la espalda a la rana: ¡Cómo es que me picas; ahora moriremos los dos! Y éste contestó: «es mi naturaleza».

Y es que cada «cosa» tiene su propia naturaleza, su esencia o razón de ser de la que cuesta liberarse. Sin llegar a verdades tautológicas escuchadas recientemente (un plato es un plato€) resulta fácil identificar la naturaleza de algunas entidades que nos resultan próximas en la vida cotidiana. Así, si vemos con frecuencia en los telediarios a unas personas que visten de manera extraña, cascos con cristal obscuro, chalecos antibalas, pesadas botas y armados profusamente con porras, pistolas de fuego o eléctricas y lanzapelotas de efectos potencialmente letales ,lo que menos nos podemos imaginar es que la naturaleza de esas personas (de esos colectivos organizados) sea para los ciudadanos de la calle menos incómodos que el alacrán para la rana; por mucho que en condiciones de bonanza entre unos y otra se puedan dar compromisos de ocasional amistad e intentos de intercambio de flores. La «proporcionalidad» del comportamiento de las fuerzas antidisturbios siempre será la correcta: hacer barreras, usar las defensas de acuerdo con los protocolos ensayados en sus escuelas de formación y usar los otros recursos cuando «las circunstancias lo exijan», siempre de acuerdo con las directrices recibidas por la autoridad reglamentaria. No puedo sino aceptar que cualquier comportamiento de unas fuerzas de mantenimiento del orden actúen sino diciendo «es nuestra naturaleza».

El problema es que la sociedad no dispone de los recursos ad hoc necesarios para las diversas circunstancias que ofrece la vida de las personas y los grupos sociales; y eso obliga a usar recursos no acordes con cada necesidad. No sería eficiente que para apagar un incendio se recurriese a enviar por ejemplo a sacerdotes ni a una inundación se le hiciera frente con un grupo de astronautas. El problema es que con frecuencia, ante la incapacidad de los políticos de entender cuáles son los problemas y ser capaces de aportar soluciones inteligentes, lo más sencillo es recurrir a lo que se dispone más a mano: La Fuerza. Una fuerza que fue diseñada más bien para la guerra que para colaborar en abordar conflictos dialécticos: La fuerza solo es aplicable frente a la fuerza y sin duda eso justificaría la necesidad de aparatos para mantener el orden público. Siempre la fuerza es indeseable frente a la razón (los más mayores recordarán que alguien recomendó en tiempos de la España maldita€ «el uso de los puños y las pistolas» para resolver los conflictos) mientras que las razones siempre se pueden compartir o contra-argumentar. Quien argumenta con razones puede equivocarse; quien en lugar de argumentar usa la fuerza se equivoca siempre (aunque a veces venza).

El conflicto, a mi juicio, nace de una situación de desequilibrio. Ya sabemos que en física los fenómenos se producen (evolucionan) cuando en un sistema interviene una acción exterior que produce el desequilibrio: la recuperación del equilibrio suele dar lugar a la liberación de energía (aumento de la entropía, etc.). En nuestro caso el desequilibrio viene de sí por haber puesto en contacto dos sistemas de diferente naturaleza (no me permitiré aquí juicios de valor). Por una parte un colectivo que, a través de diferentes circunstancias -una parte significativa de la sociedad catalana- ha llegado a adoptar una postura que mejor que ninguna otra calificación podríamos definir como «eufórica». Colectivo que había manifestado la voluntad de, mediante medios pacíficos, llevar a cabo un referéndum de autodeterminación que no cumplía los requisitos de legalidad que exige la Constitución Española. Frente a ella el gobierno de España contrapone un «aparato del Estado», las fuerzas del llamado Orden Público, que era, a su juicio así como de muchos de los intérpretes de lo legislado, la única fuerza capaz de reprimir los actos ilegales y el referéndum que iban a tener lugar como culminación de esa euforia.

El resultado de esa elección ha llevado a unos desentendimientos graves (prefiero calificarlo así) entre los colectivos humanos que han protagonizado, activa o pasivamente, los penosos sucesos de Catalunya. Para reprimir la euforia, o al menos exigir cautela, más meditación o prudencia a los eufóricos no vale recurrir a fuerzas que, por su propia naturaleza (entrenamiento, vestuario, armamento, estructura y modos) siempre estarán en riesgo de, al final, tener que decir arrepentidos: «es mi naturaleza».