Ha comenzado marzo, mes que contempla el nacimiento de la primavera. Como dice mi compañero Miquel Grimalt, de la Universitat de les Illes Balears, el ser humano es un homínido subtropical y como tal, nos gusta el calor. Y aunque nos traten de convencer de lo contrario es el frío lo que nos mata y nos asusta. Por tanto, se celebra marzo y la vida.

Una pequeña flor ejemplifica esa celebración: la «Galanthus nivalis», o campanillas de invierno; en inglés, «Snowdrops». Apenas alcanza el palmo de altura y muestra unas flores blancas (lo que justifica su nombre latino, «Galanthus») de seis tépalos, orientados hacia abajo. La referencia nivalis o de invierno se debe a su temprana floración, todavía en invierno, aunque anunciando la primavera. Muchos jardines de Inglaterra, Irlanda y Escocia se abren al público para permitir a los visitantes admirar su tapiz blanco. El Hanami en Japón celebra otra floración, la del cerezo, la sakura, con una visita a los parques y un picnic con familias y empresas. Me cuentan que en Rumanía se celebra el Martisorul, la llegada de la primavera. Las mujeres reciben un regalo, el martisor, atados con hilo rojo y blanco, símbolos de la primavera y el invierno, respectivamente, y asociados a flores de temprana floración, sobre todo, la campanilla de invierno. Tiene lugar en Rumanía, Bulgaria y Moldavia. En latitudes mediterráneas, con inviernos menos rigurosos, no es casualidad que las fallas se quemen a principios de primavera. No olvidemos el Holi hindú, tan popularizado en los últimos años en el mundo occidental. Y eso que la India no destaca por sus frías temperaturas.

Por mucho que la caída de las hojas en el otoño suponga una hermosa estampa que ha devenido en atractivo turístico, nadie celebra la llegada del otoño y del frío, y menos con tanto entusiasmo.