El definitivo canto de cisne del bipartidismo deja estampas de irrealidad impresionantes. A pesar de que a derecha e izquierda se ha confirmado un trasvase a las nuevas formaciones de ocho millones de votos, asombraba ver el pasado domingo al partido ganador celebrando apoteósicamente su discreta victoria con la coreografía habitual de las grandes noches electorales. Salto en el balcón, arenga entusiasta del líder máximo a los incondicionales y beso a su pareja como broche final.

Algo similar ocurría en el PSOE. Con una representación parlamentaria más reducida que nunca, sus dirigentes parecían contemplar como un mal menor la dureza de los resultados, suavizados -según ellos- por haber resistido contra todo pronóstico como primer partido de la oposición.

Aunque el mundo político que alumbró a ambos partidos hace casi cuarenta años se había desmoronado, los gestos y las declaraciones eran los de siempre. El nuevo escenario político aún no había logrado crear un lenguaje verosímil más allá de los tópicos previsibles y, quizás como colofón de toda una época, hasta las encuestas volvieron a fallar.

La política local también confirmó la inexistencia de retóricas adaptadas a los nuevos tiempos cuando Víctor Soler volvió a echar mano del viejo truco de presentar los resultados electorales como una reválida de las municipales concluyendo que se había demostrado que «Gandia no quiere a Diana Morant». Algo, como dijo aquel columnista en un desliz memorable, «tan incierto como falso».

Las elecciones generales permiten lecturas diversas pero no son extrapolables. Por eso las declaraciones públicas de los dirigentes de los partidos deberían realizarse desde la cautela y la inteligencia, no alentando conscientemente el ventajismo y los peores tics de un ciclo político enterrado. Esa interpretación de baja estofa desautorizada por la ciencia política, abre, sin embargo, un debate hasta ahora aplazado y que, sin duda, deberán abordar pronto quienes han hecho de la ética y el regeneracionismo sus señas de identidad más visibles. ¿Cómo se aplica el programa reformista a la política real?

La idea, lanzada a la palestra por Palmer, de que, tras las elecciones del pasado domingo, los herederos de Torró quedarían ya legitimados para iniciar acercamientos a C's -o viceversa- plantea un problema de más calado que esa simple posibilidad táctica: ¿qué va a hacer la nueva política con ellos? ¿Rehabilitarlos? ¿O basta con imponerles un periodo de ostracismo casi simbólico cuya duración depende de las circunstancias más que de los valores cívicos que hasta hace una semana parecían innegociables? Eso sería tanto como rebajar las proclamas reformistas de C's a la altura del betún y por ahora no sucederá, porque creer que Soler, Barber y compañía, tras un año en la oposición, pueden ya reeditar sus viejas hazañas al frente del consistorio es una hipótesis excesiva, incluso en el país inventor del tremendismo. Pero si, lejos de torpes frivolidades, el lenguaje de la nueva política no se concreta pronto en códigos de conducta y herramientas pedagógicas claras -los valores se enseñan, la irresponsabilidad se paga- que nadie se extrañe si la ciudadanía acaba creyendo que todos los políticos son iguales y obra en consecuencia. Algunos no parecen haber advertido aún que la única influencia demostrable de los resultados electorales en la política local es de carácter ético, que el horizonte de los nuevos tiempos no es ilimitado y que el largo ensayo general ha terminado. Como dicen los taurinos, es la hora de la verdad. Que Dios reparta suerte y vergüenza torera.