Las nuevas formaciones han aparecido como firmes combatientes contra la corrupción económica, práctica recurrente en numerosos partidos desde la Transición y constante fuente de reflexión para no pocos intelectuales que, por su condición de españoles, rara vez conseguían hacerse oír por amplios sectores de la ciudadanía.

En efecto, las opiniones e ideas de quienes ya en los años 90 del siglo pasado se preocupaban seriamente por la corrupción política a raíz de los sonados escándalos de la época, quedaron confinadas al ámbito docente, o a charlas y ponencias de escasa difusión, o a ensayos minoritarios, a pesar de la evidente necesidad de abrir una profunda reflexión pública que no podía agotarse en la que se daba los medios.

Es muy revelador que ese debate no se estimulara desde la esfera política ni en las instituciones, como también lo es que, ya entonces, la filósofa y Catedrática de Ética Adela Cortina, entre otras voces autorizadas, advirtiera de la necesidad de regenerar la moral de la vida pública. Hoy todavía seguimos asociando los casos de corrupción política solo a los delitos económicos, no a otras prácticas toleradas por la ley, aunque democráticamente sean, en opinión de Cortina, más perversas.

Según decía la filósofa valenciana en 1996, la corrupción económica, con ser muy grave, no sería la más dañina. Era y es, sin duda, la más escandalosa y mediática, la que más exaspera a la mayoría de los ciudadanos, aunque, como sabemos, sea aún dudoso que a quienes la combaten les reporte por sí sola abundantes réditos electorales. Para Cortina la peor corrupción era la que afectaba al discurso público, «totalmente depauperado por el emotivismo, porque es un discurso en el que no se dan argumentos, no se dan razones, sino que trata exclusivamente de causar adhesiones, de provocar en los demás el mismo sentimiento psicológico que yo quiero que tengan». Y añadía que «son los electores dogmáticos los que se suman a las declaraciones emotivas y olvidan los comportamientos reales».

Esa deformación de la realidad convertida en práctica habitual, ¿sigue predominando, veinte años después, sobre una política «fría» que apueste por la razón y la mayoría de edad de la ciudadanía? En términos generales es posible que en ese sentido hayamos mejorado. No puede decirse que C's o Compromís, por ejemplo, sean partidos emotivistas. O que Podemos, a pesar de sus pulsiones populistas, desprecie los hechos y apele exclusivamente a la sentimentalidad del electorado. O que el PSOE -que, por su recorrido histórico habría que considerar bajo una luz más rigurosa- haga del emotivismo el eje de su discurso actual.

Por el contrario, en el PP, el emotivismo sigue considerándose ampliamente no sólo un procedimiento político legítimo sino esencial, que se exhibe con una insolencia pasmosa. En Gandia, Arturo Torró fue su representante más destacado, como todavía lo son sus herederos políticos. O como lo es en la Comunidad Valenciana Isabel Bonig, quien el jueves pasado calificaba de acto de «alta traición» que Ximo Puig hubiera recibido a Carles Puigdemont en la Generalitat. «Ha traicionado a los valencianos por abrir las puertas del Palau a quien quiere romper con España». Las declaraciones de Bonig son un ejemplo eminente de la degeneración del discurso público sobre la que alertaba Cortina.

¿Por qué ese discurso depauperado, viejo, insidioso, de vuelo gallináceo, destinado a excitar la visceralidad de la ciudadanía y no su sentido crítico, sigue siendo el principal caballo de batalla del PP? A modo de respuesta urgente aventuremos un solo dato: el último liberal declarado del PP, Joaquín Calomarde, abandonó ese partido hace ocho años con la melancolía de los soñadores. Escribió un artículo de despedida titulado «Nosotros los liberales» en el que, por supuesto, nadie reconocería a Bonig. Con la rentrée política vuelve el espectro de la «coentor».