Aunque las encuestas no la pronosticaran, la gran sorpresa de las elecciones presidenciales brasileñas del pasado domingo no fue la insuficiente victoria de Dilma Rousseff, la protegida de Lula. Al fin y al cabo, el sindicalista más popular del mundo tuvo que pelear en segunda vuelta tanto en 2002 como en 2006. Así que sólo los más fieles confiaban en que lograse traspasar a su adusta delfina ese 80% de popularidad que le aureola. No, la sorpresa de la primera vuelta brasileña fueron los 20 millones de votos que recabó la candidata del Partido Verde, Marina Silva, una mulata de 52 años respaldada con vehemencia por católicos y evangelistas. Es casi un 20% del electorado y el próximo día 31 tendrá en sus manos decidir si el sucesor de Lula será Rousseff (47% de apoyos el pasado domingo) o el socialdemócrata José Serra (33%).

Cuando Marina Silva, ministra de Medio Ambiente hasta agosto de 2008, entró en campaña, las encuestas le daban una aceptación del 5%. Casi sin maquillaje y sin ningún jefe de imagen, era sin embargo mucho más conocida que Rousseff dentro y fuera del país. No en vano había sido compañera de lucha sindical y amazónica del mítico Chico Mendes en la década de 1980. Mendes murió asesinado por sicarios de hacendistas en 1988 y su fantasma ha encantado desde entonces películas, canciones y libros. Pero Marina, que a sus 30 años era una concejala recién elegida, siguió una imparable carrera política en las filas del lulista Partido del Trabajo (PT). Diputada a los 32, se convirtió a los 36 en la senadora más joven de su legislatura y, por fin, en 2003 fue nombrada ministra.

Silva logró conciliar durante cinco años, en los que amagó varias veces con dimitir, las tensiones entre su voluntad de salvaguardar la selva amazónica de la que es originaria y su lealtad al proyecto hiperdesarrollista y redistribuidor de Lula, necesario para sacar a decenas de millones de brasileños de la miseria. Nacida en 1958 en una plantación de caucho del estado de Acre, en el recóndito límite donde Brasil se diluye hacia Perú y Bolivia, la candidata verde, que se inició en la vida laboral como empleada doméstica, conoce la pobreza igual o mejor que Lula. Su madre y tres de sus once hermanos murieron de desnutrición o enfermedad. Ella misma, analfabeta hasta los 16 años, ha sido tres veces víctima de la hepatitis, ha enfermado de malaria otras cinco y ha sufrido envenenamiento por mercurio. De modo que su compromiso político la vincula a la Amazonia, donde de niña cazaba y pescaba o buscaba plantas medicinales, pero también a sus habitantes. El resultado es, en términos de estricta política, un proyecto de desarrollo socioambiental sostenible que combina el ecologismo con la inclusión social.

Durante su quinquenio como ministra de Medio Ambiente, esta mujer de apariencia frágil, a la que se retrata como alegre, pero también como fría y elegante, logró entre aplausos internacionales que la tasa de deforestación de la Amazonia redujera su velocidad en un 60%. Pero también chocó una y otra vez con sus compañeros de gabinete, y en particular con Rousseff, la jefa de la Casa Civil de Lula, una especie de ministra de la Presidencia. Lo hizo a propósito del uso masivo de transgénicos, de la roturación de terrenos selváticos para producir bioetanol a partir de caña de azúcar o de la construcción de centrales para suministrar energía eléctrica a millones de personas sin servicio. Hasta que, en agosto de 2008, dimitió con una sonoridad que Lula calificó de "espectáculo".

Silva había hecho toda su vida política en el PT, en el que ingresó a los 26 años. Era, mes arriba o abajo, la época en la que se graduó en Historia, diez años después de que las Siervas de María la enseñasen a leer y a escribir durante una convalecencia de una hepatitis que la obligó a trasladarse a Rio Branco, la capital del estado de Acre. Sin embargo, su salida del Gobierno presagiaba una ruptura con el PT que sólo tardó unos meses en consumar. Fue en agosto de 2009, quince días antes de ingresar en el pequeño Partido Verde, que en 2006 había obtenido el 3,6% de los votos en las legislativas y no había presentado candidato a las presidenciales.

A lomos de los escuálidos verdes brasileños, Silva decidió combatir por la sucesión de Lula con un programa ecologista y pacifista que asume las políticas sociales del presidente saliente pero insiste en que no hubieran sido posibles sin la estabilización económica impulsada por su predecesor, el socialdemócrata Cardoso.

La ya candidata verde, cuyo expediente político está limpio de denuncias de corrupción, trató durante toda la campaña de inscribir su propuesta en la corriente "otro modo de hacer política", invocando a su máximo referente mundial, Obama, y, en el ámbito de América Latina, al peculiar colombiano Antanas Mockus, finalista de las presidenciales del pasado junio. Tras acusar al PT de haberse vuelto incapaz de "conectar con las utopías del siglo XXI", Silva ofrece una Tercera Vía, de resonancias blairistas, que pone el acento en la transparencia, la lucha contra los corruptos y la sintonía con la sociedad de la información.

En suma, en términos de estricta política, una propuesta de centro reformista destinada a buscar el voto de los desencantados del duopolio PT-socialdemócratas y, muy en particular, de los jóvenes.

Vistos los resultados -la sextuplicación de la cosecha recogida por los verdes en 2006- cabe concluir que la apuesta de Marina Silva está bien orientada. Sin embargo, el análisis estaría incompleto sin mencionar el fuerte respaldo que tanto la Iglesia católica como las comunidades evangélicas han dado a Silva y la campaña de descrédito que han emprendido contra Roussef.

Brasil es un país donde más del 93% de la población se declara religiosa, donde las diferentes iglesias evangélicas han proliferado hasta captar al 20% de los habitantes y donde los signos religiosos están hiperpresentes en la vida política. Pero eso es algo en lo que no pensó la candidata Roussef cuando la pasada primavera se declaró partidaria de la legalización del aborto o cuando no respondió con claridad a la pregunta de si creía o no en Dios. Frente a ella, la candidata ecologista es una mujer que nunca ha ocultado sus profundas creencias religiosas y que, tras ser educada en el catolicismo, forma ahora en las filas de las Asambleas de Dios pentecostales. De modo que para los eclesiásticos la elección estuvo clara: la plegaria verde de Marina Silva.

Así las cosas, Roussef se ha pasado la campaña tomando distancias con el aborto, recordando que fue su rival Serra quien lo permitió en caso de riesgo materno o violación y desenterrando fotos en las que pueda aparecer algún signo eclesiástico. Si a este peligroso traspié se suma la dimisión, dos semanas antes de las elecciones, de la jefa de gabinete de Lula, acusada de corrupción, y la furibunda arremetida del presidente contra los medios que airearon el escándalo, se entiende mejor la diferencia entre las encuestas y el resultado electoral: Roussef no consiguió la mayoría absoluta y Silva superó las mejores expectativas.

Ahora, pues, son los votantes de Silva quienes tienen la llave de la Presidencia. El próximo domingo, una convención del Partido Verde decidirá qué recomendación se da a los electores. La división es grande entre los dirigentes ecologistas, aunque la mayoría parece inclinarse por el socialdemócrata Serra, que les ha tentado con la oferta de cuatro ministerios. Pero Marina Silva, enemiga de Rousseff y muy distanciada de Serra en lo ideológico, ha dejado entrever que puede recomendarse la libertad de voto. Al fin y al cabo, sus próximos aseguran que su objetivo real son las siguientes elecciones, las de 2014.