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En 'Valenciastán' ya sabíamos lo de Trump

En 'Valenciastán' ya sabíamos lo de Trump

Los culturetas más rancios suelen detestar el fútbol porque es excesivamente visceral y excesivamente popular. Las dos cualidades, bien emparentadas, cuando se descontrolan pueden provocar verdaderas sangrías emocionales. Son tan impolutos todos ellos que temen mancharse las manos pudiéndoles interesar el fútbol. En el fondo sus argumentos son ciertos: se trata de un deporte tan popular, tan populista (uy), que acaba resultando agrio, bastardo, aceitoso, encarnando lo peor de nosotros mismos. A veces, si se tercia, excepcionalmente, también algunas de las cosas mejores.

Tiene una cosa muy buena el fútbol, pero que muy buena. El fútbol suele ser un espejo certero sobre cómo son, cómo somos, las sociedades del momento. Quien prefiere mantenerse al margen, encapsulado, girando en la rueda de su propia caja de resonancia, hace muy bien no tocando al fútbol ni con un palo. Porque tiene efectos letales: un deporte a través del cual se adivina el contexto. No tiene tanto que ver con sus peculiaridades técnicas sino con su trascendencia masiva.

Por eso los habitantes de nuestra república independiente, la de Valenciastán, llevamos bastantes lecciones adelantadas. Sabemos antes que nadie que azuzar a la población bajo argumentos tan sencillos como construir un muro con el pasado e inaugurar una época que rememore la mejor gloria pasada, resulta eficaz cuando quien lo hace nada tuvo que ver con el poder anterior. Por eso sabemos lo bien que funciona cuando se sataniza a las élites instituidas para cargarles las culpas, más todavía si es con razón.

Sabemos bien que los medios sociales, las redes, encienden ágilmente el fuego y que si se logra conquistar el debate imponiendo los ejes de la argumentación, mucho está ganado; la letra pequeña importará entonces muy poco. Sabemos que el relato grueso pegado a las emociones, propagado a los cuatro vientos, ya rueda mejor que los ejercicios de fontanería íntimos y los balances contables calculados a espaldas de la grada, puro establishment, un mundo antiguo.

Sabemos bien por todo eso que las promesas maximizadoras, los cantos de sirena, necesitan de combustible continuado porque si la intensidad baja y el tono se vuelve tecnócrata, la fidelidad popular termina en desengaño. Sabemos que cuando la tensión respecto al enemigo disminuye, empieza a rendirse cuentas sobre lo prometido. Y por eso sabemos que cuando lo anunciado apenas corresponde en nada a la realidad, lo popular se torna en justo lo contrario. Ahora sí lo sabemos.

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