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La travesía de Quique

La travesía de Quique

A los quince años Quique jugaba en las inferiores del Levante, aunque él es del Valencia de una manera reposada, con una visión eterna como el que todavía cree que un día de estos Rodrigo se revolverá a golazo limpio. Quique despuntaba adolescente en los últimos campos noventeros, ondeando melena mendietera. A Quique sus padres le dijeron al poco tiempo que iba a estar una temporada sin jugar al fútbol. Para él fue un mazazo anímico pero sobre todo un pequeño traspiés logístico. Qué demonios voy a hacer todo un año sin jugar al fútbol. Siendo casi un niño tenía cáncer y, sin saberlo, iba a comenzar a bregar por su supervivencia. Sus padres, verdadero coraje, gestionaron la verdad con cuidado. No fue un año. Quique, como le decía el otro día a Ximo Rovira en su programa, no ha vuelto a jugar al fútbol. Y ya han pasado desde entonces cerca de dos décadas.

En todo este viaje se amarró a la música como substituto de las escapadas por banda y los pases en profundidad. En ese tiempo vio sufrir a los suyos, vio tambalearse la realidad. Conoció a su mujer, Mina. Se cayó alguna vez, claro, pero resistió bajo ese mantra Indestructible con el que los suyos, una pequeña comunidad alrededor, han acabado denominando su lucha, tomando la canción de La Habitación Roja por emblema.

Quique, aunque a veces va cojo, es un deportista de élite disputando una competición a cara de perro contra las putadas que gasta la vida, sí, pero también contra los estereotipos y la bonhomía almidonada con la que se pretende que las enfermedades se curen solas. Quique quita la tontería.

En este tiempo, también, Quique ha intentado, sin conseguirlo, que la prótesis interna que le hacía las funciones de rodilla no se desmarcara de su cuerpo. Hace unos meses decidió que era el momento de que le amputaran la pierna dañada. Se lo dijo a los suyos, se lo dijo a sus médicos, con una entereza casi inconsciente. Ahora está de pretemporada, lleva una pierna electrónica que parece que camine por él y que carga por las noches junto al móvil.

Cuando le acababan de amputar, en la habitación del hospital, un amigo le dijo que en menos de un año los dos nadarían juntos la travesía de Tabarca a Santa Pola. Las típicas machadas de ánimo que se dicen en esas circunstancias, debieron pensar los que escuchaban. Hace unos pocos días, menos de un año después, los dos completaron a nado la ruta en una mañana de domingo. Cuando le preguntan por todo lo ocurrido Quique prescinde de la emocionitis y de la falsa apología a la lucha. A lo que apela es a una historia más o menos anónima, la de un tipo normal que quería ser futbolista, que sigue convencido de que la vida está repleta de placeres cotidianos que tienen más que ver con los pequeños regates antes que con los grandes goles.

Quique, el carrilero finito, se ha reconvertido en un stopper aguerrido que sonríe tácticamente cuando una amenaza revolotea su radio de acción. En cada partido que juega a la espalda lleva su apellido, Medina, aunque en el vestuario se le apoda el Indestructible. Su carrera sigue.

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