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Qué contamos de nosotros mismos

Qué contamos de nosotros mismos

El Castellón, para nosotros los invertebrados, es poco menos que un Mordor del fútbol, uno de aquellos que fueron rivales como un suspiro y que han acabado colapsando por desdichas y brujerías. Al menos tienen al periodista Enrique Ballester como portavoz de sus esencias. Ballester es el columnista cronista del futuro porque relata las desgracias sin dar la lata, abriendo sonrisas. Al convertirlas cómicas ensancha todavía más las calamidades -el humor amplifica-, pero sus lectores brindamos por ello.

Hace un tiempo a Ballester lo entrevistaron en un medio llamado La Inercia a propósito de su libro Infrafútbol (Libros del K.O.), un manual sobre cómo de descarnado es bajar a los infiernos futboleros y acabar conviviendo allí. En la entrevista cacé al vuelo esta frase: «el Castellón está en un momento en el que tiene que exagerar su relato». El autor pide hacer de esa desdicha -la falta de cosmopolitismo, el sabor provinciano, la derrota total frente a los gigantes- la auténtica virtud: volver a ser del equipo de tu ciudad, exacerbar el sentimiento de pueblo.

Tomo otra de sus frases: «Equipos como el Castellón o el Valencia no han sabido adaptarse a ese lenguaje corporativo que exige ahora cualquier empresa que necesita un relato. Se está creando un escalón entre los clubes que lo tienen y los que no. El Atlético lo tiene, con su historia revisitada del pupas, el Madrid lo tiene, con ´mi relato es ganar aunque luego no gane´, y el Barça tres cuartos de lo mismo, con lo del ´ejército desarmado de Catalunya´.

Quizá sea precipitado decir que el Valencia no tiene relato. El problema es que el que tiene no se lo ha creado él, lo han implantado otros, y está asociado a abundantes debilidades: el caos, el volcán, la falla ardiendo, el desgobierno, la afición silbando, el drama y el acabose; sucesos espeluznantes en Mestalla, se recita con tonito de Pedro Piqueras.

Bien, ¿entonces qué contamos de nosotros mismos? Sería demasiado fácil dejarnos llevar por el vestido que han tejido otros, acercarnos a la teoría del pupas (el Atlético es tan plasta con aquello que incluso en pleno ´simeonismo´ ganador lo ondeaban) y comprar que la filosofía vital del Valencia es el jaleo y el desastre.

Hay posibilidades más sustanciosas. Rescató Miquel Nadal (y se revisionó en la revista Panenka en un acercamiento a los genes del valencianismo) una frase con resonancia fundadora. La del vicepresidente de la federación checoslovaca de fútbol, Joseph Sikl, cuando en su visita al club en un verano tórrido de 1923 observó que el progreso del Valencia era «consecuencia de un trabajo constante: la voluntad de querer llegar».

La exigencia ardiente como la virtud, el maldito relato del más difícil todavía, poder alcanzar metas imprevistas por una cabezonería colosal. «La voluntad de querer llegar». Ahí sigue esa máxima, imperturbable. Por esto a nuestra gente no le va acomodarse en la desgracia, ni regocijarse en la desventura de que un millonario de Singapur adquiera el club y en lugar de auparlo lo coloque luchando por el descenso. Por eso, siendo fieles, tampoco sirve con justificar una plantilla camino de cerrarse con retales reciclados.

Negredo, ese profeta, se despidió con una carta en Twitter (qué lástima que tenga bloqueado a casi todo el valencianismo y casi nadie lo pudiera leer) donde señalaba: «Dicen que la afición del Valencia es de las más exigentes de España, y yo creo que es así porque vosotros entendéis como nadie la grandeza de este club y simplemente esperáis que estemos a la altura». Ya si Negredo se hubiera aplicado el cuento?

Aprendamos a contarnos a nosotros mismos, a hacer gala de esa voluntad indómita por querer llegar.

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