Parafraseando a Serrat, pero dando la vuelta al afortunado título de su gran canción, la Valencia que yo quiero sí necesita bañarse cada noche en agua bendita. Estas vísperas electorales municipales brindan la ocasión ideal para reflexionar sobre el estado de la ciudad y las políticas que necesita. Valencia no está bien. La profunda crisis ha golpeado con extraordinaria dureza a nuestra ciudad. La penosa sucesión de locales cerrados en cualquier barrio así lo atestigua. En estas condiciones, es comprensible poner en lo más alto de la agenda política los problemas económicos y sociales. Desde este punto de partida, reducir la pobreza, cambiar el modelo productivo o luchar contra la exclusión deberían ser objetivos prioritarios.

Hay que considerar el programa electoral como una herramienta para aproximarse al modelo de ciudad que se desea teniendo en cuenta las competencias municipales y las necesidades de Valencia. Esto hace que en la secuencia de actuación aparezcan en primer lugar los «pequeños» problemas y, en segundo, los «grandes». Las capacidades de los gobiernos locales en los ámbitos económico y social son limitadas y, en buena medida, asistenciales y subsidiarias de las actuaciones de ámbitos administrativos superiores como el autonómica y el nacional. En segundo lugar, es más útil para determinar las habilidades de los candidatos, ya que para atacar los «grandes» problemas con solvencia hay que demostrar primero inteligencia y valor para identificar y corregir los «pequeños» „por eso en Francia casi todos los grandes hombres de Estado han sido antes alcaldes„.

Si bien debe ser en la familia y en la escuela donde se produzca la transmisión y el aprendizaje de estos principios, las autoridades municipales tienen la responsabilidad no solo de velar por el cumplimiento de los deberes sino también de educar a los ciudadanos en las virtudes urbanas.

Valencia presenta múltiples carencias: perros sueltos por jardines molestando y ensuciando; coches circulando a alta velocidad por las grandes calles y avenidas creando numerosas situaciones de peligro; botellones destrozando el sueño y los parques de muchos rincones de la ciudad; contenedores repletos de basura convertidos en focos de inmundicia; aceras ocupadas por bares y terrazas impidiendo el paso a los transeúntes; escombros y vallas publicitarias cochambrosas dando la bienvenida al visitante en algunos de los principales accesos y, como encima llueve poco, malos olores inundando el aire.

Detrás de estos episodios hay ciudadanos mal educados pero también autoridades negligentes. Muchas de estas escenas ocurren todos los días entre la chulería de los responsables y la indiferencia de los que podrían y deberían impedirlas, atajarlas y sancionarlas. En Valencia no se castigan debidamente las agresiones a los bienes públicos. Los ciudadanos a los que nos preocupa el uso del espacio urbano poco podemos hacer excepto indignarnos y poner en conocimiento de las autoridades, con magros resultados, estos abusos. Es una vergüenza que ciudadanos y asociaciones deban luchar por derechos básicos que los responsables políticos deberían proteger, como es el caso del derecho al descanso y el problema del ruido.

Se pueden conseguir resultados en un plazo relativamente breve y sin grandes inversiones. Se requiere voluntad política, conciencia cívica, capacidad ética y estética, sentido de lo que significa la vida en común y coraje para enfrentarse a los incívicos. Hay días que Valencia resulta tan bronca y salvaje, tan insoportablemente mal educada, que uno querría ser de Oviedo o Vitoria, por no salir de España. Hay problemas pendientes como la incapacidad de la ciudad para construir una trama urbana continua y homogénea, sanear el casco antiguo o poner en valor la belleza de calles como la de La Paz, también el deterioro de la seguridad y las condiciones de vida en áreas que podrían ser idílicas como las huertas norte y sur. Pero si no se es capaz de evitar el botellón ¡cómo se puede aspirar a lograr una ciudad armónica, amable y equilibrada!

Sin olvidar la actuación sobre las consecuencias de la grave crisis económica que estamos sufriendo, el primer elemento de juicio para valorar las propuestas electorales que nos van a presentar debería ser su capacidad para identificar y atender correctamente los problemas estrictamente urbanos y el modelo de ciudad que nos proponen, ya que de ahí se deduce su visión de lo público y del tipo de ciudadanía que se pretende promover. En el punto de partida del debate político hay que exigir a los partidos claridad sobre su posición ante la situación de los bienes comunes. Valencia está mal, y su deterioro físico tiene un sustrato cívico y social, pero hay esperanza. Salvando todas las distancias, quiero acabar evocando a Antanas Mockus, uno de los grandes alcaldes del siglo XX, el filósofo que fue capaz de educar a Bogotá, el regidor que demostró que el cambio auténtico se basa en el poder transformador de la cultura y el arte. La Valencia que yo quiero necesita agua y quizá por eso ha comenzado a llover tanto, pero también necesita un gobierno municipal que sea capaz de convertirla en una ciudad inteligente de ciudadanos educados donde se respetan los principios y las normas básicas de convivencia y de la cual uno puede sentirse orgulloso.