La vida del hombre sobre la tierra, sea cual fuere el contexto del sistema económico y social en que se desenvuelva, está enmarcada toda ella por acontecimientos de «cruz». Es decir, de angustia y sufrimiento, pues el sufrimiento forma parte de la condición humana de este mundo. Tanto es así, que ni siquiera se esconde en las circunstancias más emotivas; pues no hay amor sin dolor y hasta el hombre nace a la vida a través del sufrimiento. Sin que haya razón humana que pueda explicarlo. Es, como bellamente se define, «la cara sombría» de la vida, porque tras sus bambalinas trafican la ambición, la enfermedad y la muerte. Y son demasiados los que caminan por la vida a cuestas con su cruz de idealistas fracasados, desesperanzados de sí mismos y del mundo; de atormentados por la necesidad y las preocupaciones de todo tipo, cansados de vivir. Y también demasiados los crucificados por situaciones humanas extremas, necesitados de una palabra de consuelo y redención.

Y sin embargo, ante esta realidad en la historia humana y en la vida individual, en la que el hombre parece descolgado de la mano de Dios («¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?», clamaba el mismo Cristo en la cruz), su misma cruz descubre la respuesta a estas situaciones. Porque hace caer en la cuenta de que el hombre que sufre y se desespera, tiene otra alternativa a la cólera e indignación contra este mundo y contra Dios. Y es, que por encima del abismo del sufrimiento y del mal, necesita la confianza absoluta en la cruz de Cristo que conlleva la resurrección a una nueva vida.

Porque no es que Dios desaparezca de la escena, sino que permanece en ella sosteniendo al hombre en la esperanza de que, por desesperada que sea su situación, está presente en ella; y si no protegiendo de todo sufrimiento, sí en todo sufrimiento solidario con él. Y si quizás el hombre pudiera rebelarse contra un Dios justiciero, apático e imperturbable ante el sufrimiento, no puede hacerlo ante el que se ha manifestado en Cristo como partidario de los débiles y enfermos, de los marginados y pobres, oprimidos y hasta impíos. Y que aún promete enjugarles las lágrimas de los ojos «cuando todo haya pasado»? «cuando ya no habrá ni muerte, ni luto, ni dolor, ni llanto», ni tampoco cruz (Apocalipsis 21,4).