El mar, la orilla y la arena siguen en el mismo sitio; naturalmente. Pero las playas valencianas han cambiado muchísimo en los últimos setenta y pico años, por el ambiente, vestuario y tipo de bañistas.

En la década de los años cuarenta había tres recintos playeros en la ciudad: Las Arenas, Nazaret y Malva-rosa. Solamente se cobraba entrada en el primero de los citados, y las otras dos estaban abiertas a todo el público. Apenas si había coches en Valencia, y el acceso a los recintos playeros se efectuaba desde el centro urbano por medio de tranvías.

Años más tarde, el Arzobispado creó su propio recinto playero, junto a Nazaret, conocido con el nombre de Benimar.

La de mayor rango era la conocida como Las Arenas, y en ella había el llamado «pabellón flotante», que no era tal, pues se trataba de un recinto de bar y restaurante sobre el mar, pero sostenido y apoyado por enormes pilares que se adentraban en el agua y se apoyaban en el fondo. En esas columnas subacuáticas los chiquillos arrancábamos lapas, que se comían crudas con limón.

La organización moralista en las playas era muy estricta; hubo un tiempo en que ambos sexos estaban separados en la arena para tomar el sol: unas vallas separaban hombres y mujeres, y era frecuente ver a alguien que se acercaba para, entre madera y madera, mirar a las personas del otro lado. También era estricta la estancia en la arena, pues al salir del agua había que colocarse una toalla o un albornoz; también los bañadores debían llevar una pequeña faldilla y cubrir pecho y espalda.

Como se comprenderá, muy distinto a lo que hoy -y poco tiempo después- observamos en aquel espacio, donde un enorme hotel de lujo ha dado alto rango al mismo nombre de «Las Arenas».

Es curioso que en aquel recinto, en los años cuarenta del siglo XX, arrancó la carrera de fama y popularidad de un personaje inolvidable: Antonio Machín. Este artista nos contó años más tarde que, tras salir de su pueblo cubano, Sagua la Grande, estuvo en Nueva York y en París, donde actuó con «Los Miuras de Sobré». Pero tiempo después, ya en los años cincuenta, recordaba que tuvo miedo en Francia, en la década de los cuarenta, porque por su raza podía ser perseguido por los promotores de la segunda guerra mundial. Y se vino a España, buscando un porvenir que tardaba en llegarle. Se le contrató para algunos «bolos» sueltos, y uno de ellos fue en fin de semana en Las Arenas, donde los sábados e presentaban espectáculos de variedades al aire libre. Y allí le vio y le oyó un empresario y representante valenciano, Vicente Lladró, quien quedó prendado del arte del creador de «Angelitos negros», y en seguida le montó el primer espectáculo en el que cubano iba de cabecera y que se tituló «Ebano y marfil». Y allí, en Las Arenas, arrancó una carrera artística que llenó los principales teatros españoles.

Pero, bueno; hoy las playas son muy distintas a las de entonces; los chiringuitos no proliferaban como ahora; y cuesta mucho aparcar en los alrededores, llenos de coches, o llegar en los autobuses.