Recientemente decidí dar un paseo por la ciudad que me vio crecer desde niño, Valencia. Pateé la plaza de la Reina y la plaza del Ayuntamiento, otrora plaza del País Valenciano, plaza del Caudillo o de Emilio Castelar. Con gran sorpresa y zozobra descubrí que el centro de la ciudad que durante cuarenta y seis años me arropó se había convertido en una isla fantasmagórica de franquicias. Escaparates con luces blanquecinas, productos de escasísimo interés para mí, establecimientos de comida barata y yogures por doquier. El periplo nocturno me hizo recordar a Sócrates, dicen que un buen día paseando por el mercado de Atenas contempló un gran despliegue de joyas, telas, perfumes, cerámicas y otros cachivaches que allí se vendían. En un momento se detuvo y comentó a su discípulo «ciertamente no sabía que existieran tantas cosas que no necesito para nada». Este comentario algunos estudiosos lo atribuyen a Diógenes el Cínico. Tanto vale sea de uno o de otro.

Cadenas comerciales multinacionales, bajo el sistema de franquicias, han ido arrebatando el lugar que siempre ocuparon comercios valencianos tradicionales: horchaterías, camiserías, sastrerías, zapaterías, librerías, bares€ El paseo que pretendía ser un disfrute de mi ciudad se convirtió en un deambular por un entorno globalizado carente de imaginación. El final de los antiguos alquileres en 2015 está provocando el cierre de numerosos establecimientos de solera que, bien por la incapacidad de hacer frente a los nuevos alquileres, bien por la jubilación de sus dueños, están chapando los comercios de toda la vida. La base de los nuevos negocios expansivos son los sueldos paupérrimos y su instalación en lugares de gran afluencia de público. Algunos franquiciados aseguran que si los empleados cobraran sueldos dignos las cuentas no les saldrían, con lo que los contratos basura para los jóvenes trabajadores están a la orden del día.

Cualquier tiempo pasado no fue mejor ni peor, fue diferente. Cuando recordamos, ponemos el acento en los buenos momentos vividos. Siempre me encantó pasear por el centro, solía acudir a papelería-librería Maraguat, en la que mi amigo Javier Esteve recuerda que, en los años setenta, con doce años, subía por unas escaleras interiores al piso superior para ver libros extranjeros. Almorzar un blanco y negro en Casa Barrachina era todo un placer así como tomar un cortado en la cafetería Balanzá o en la Cafetería Lauria. La papelería Sena Alós, emblemático establecimiento de la calle de las Barcas, ha tirado la persiana no hace mucho; allí solíamos comprar el material escolar. Curiosamente sus mostradores y anaqueles han viajado a Tokio adquiridos por un japonés. En el Quiosco Quilis, los de mi quinta, nos comprábamos el TBO o el don Balón. Merendar en Santa Catalina era otra magnífica opción.

Aplaudo la medida adoptada por Dario Nardela, alcalde de Florencia que quiere potenciar los negocios tradicionales y por esta razón el consistorio de dicha ciudad ha denegado el permiso a una cadena estadounidense para abrir una hamburguesería en la emblemática plaza del Duomo. Ir de escaparates ya no será posible en el corazón de mi ciudad. Eso sí, cruceristas y turistas podrán comprar lo mismo que en otras ciudades del mundo. No conocerán nuestros productos artesanales, ni ropa, ni calzado, ni horchata, ni buenos almuerzos€ Degustarán la comida basura y de postre tomarán yogur. Por mi parte tendré que conformarme con acudir a los bares de pueblo y a las tiendas de barrio que todavía quedan para ser como Sócrates totalmente feliz con la simplicidad de la vida.