Leo que el problema del Ágora está resuelto y que todo el mundo está contento en València con la solución de convertir el espectacular edificio de Santiago Calatrava en un cubo CaixaForum: los políticos porque se quitan un muerto de encima que solo origina gastos y problemas; la empresa operadora privada que asumió el edificio en el reciente concurso de privatización del complejo porque ya no tendrán que hacerse cargo de él, otras empresas no quisieron ni tan siquiera entrar en el concurso de privatización porque tampoco encontraban qué utilidad darle; los museólogos locales (bien relacionados) porque tendrán más opciones de trabajo, CaixaForum paga mucho mejor que el sector público valenciano, los directivos de la Ciudad de las Artes y las Ciencias porque cuando llueva, o si se cae una placa de esas raras que lleva el edificio, ya no sufrirán tanto; y en definitiva, los ciudadanos valencianos, porque sin duda CaixaForum es una oferta de ocio cultural seria y bien hecha. Como dirían los italianos, «tutti contenti».

Con este panorama, poner alguna pega por mi parte a la «solución CaixaForum» con todo el tiempo que ha costado encontrarla puede ser realmente «temerario», así es que... seré prudente con este artículo que para ir a contracorriente de la alegría generalizada requiere retroceder un poco en la historia del complejo de ocio para que se entienda mejor mi argumentación.

El origen del proyecto de la Ciudad de las Artes y las Ciencias se encuentra en la época del presidente Joan Lerma, que quería un simple, sencillo y eficaz museo de ciencias experimental de carácter local/regional, puesto que en Madrid y Barcelona ya existían otras instalaciones parecidas. La llegada a la Generalitat del presidente Eduardo Zaplana dio un nuevo enfoque «a lo grande» al proyecto, con el diseño de algunos edificios espectaculares, para mayor gloria del genial arquitecto valenciano Calatrava y.... desgracia de los presupuestos oficiales iniciales que se dispararon también «a lo grande» a 1.350 millones de euros. El proyecto pasa, por tanto, de tener un objetivo de carácter local a ser unas instalaciones con un objetivo turístico que atraiga a millones de visitantes que justifiquen la enorme inversión y ayuden a hacer sostenibles unas instalaciones de caros mantenimientos.

Naturalmente, nadie dedica tanto presupuesto a la construcción de un museo de ciencias de carácter local/regional, así es que se añadieron otros edificios al proyecto, entre ellos: un precioso Hemisférico, para cine IMAX, 3-D cuando ya se sabía que el de Madrid no era rentable; el Ágora, un edificio multiuso sin definir previamente su utilidad y... cuando se dieron cuenta de que la oferta de ocio flaqueaba desde el punto de vista turístico se pensó acertadamente en construir el mayor Oceanográfico de Europa con un plan de inversión y de viabilidad empresarial mucho mas razonable, proyecto que se encargó a otro gran arquitecto, Félix Candela, y que ha resultado ser el motor del complejo de ocio.

Resulta evidente que se diseñó un complejo de ocio priorizando la arquitectura espectacular de los edificios, tan de moda en aquellos años, sobre los «contenidos» que iba a albergar. Si se hubiera partido desde cero diseñando primero un proyecto temático homogéneo de interés turístico, ni el Museo de las Ciencias, ni el cine en 3-D, ni el Ágora tendrían sentido porque en si mismos no son elementos que hagan que una familia se desplace para visitarlos, sencillamente porque ya dispone de ellos en sus propias ciudades.

Por tanto, lo único que da sentido a estos edificios es... su propuesta temática didáctica conjunta, que se vende publicitariamente como Ciudad de las Artes y las Ciencias, y esta ha de procurar reunir para despertar el interés turístico los tres requisitos por los que se mueve este sector, a saber: espectacularidad, originalidad y exclusividad, principios básicos que tiene cualquier instalación que pretenda servir de atracción turística, desde Futuroscope, parques Disney o el mismísimo triángulo del Museo del Prado, Thyssen y Reina Sofia, todos ellos son espectaculares, originales y exclusivos.

El complejo de ocio valenciano arrastra este problema desde su inauguración y todos los cambios emprendidos desde los fríos despachos de las consellerias, lejos de afrontarlo, lo han ido agravando, porque a falta de ideas, recursos y reinversiones se han ido haciendo reformas que provincializaron cada vez más su oferta de ocio. La consecuencia es la caída en picado de cerca de un 30 % de visitantes que se ha producido estos últimos años, de la que difícilmente se puede responsabilizar en su totalidad a la crisis económica, ya que este sector es el único que no la ha padecido.

La Ciudad de las Artes y las Ciencias necesita, de una vez por todas, afrontar su problema de origen, con una nueva reinvención temática de interés turístico y... ahí un CaixaForum no aporta gran cosa. Es poco probable que una familia madrileña, catalana, aragonesa o andaluza que paga una entrada por ver el espectacular Oceanográfico, muestre interés alguno por el CaixaForum que ya tienen en sus ciudades. Son segmentos de mercado diferentes.

A mí me gusta mucho el dinamismo de CaixaForum, que es un toque de calidad y aire fresco cultural que, naturalmente, viene de perlas que llegue en estos momentos a València, pero quizás se tendría que haber seguido el criterio con más personalidad que Madrid y Barcelona, que aprovecharon la idea para rehabilitar edificios antiguos en desuso, como acertadamente pretendía el alcalde de Valencia, Joan Ribó, que pidió que se instalara en los Docks de la Marina Real.

La Ciudad de las Artes y las Ciencias como su propio eslógan publicitario dice debe ser... «otro mundo».