Con más de treinta años de experiencia haciendo vinos, el viticultor Pepe Mendoza continua investigando sobre «la vid, el terreno, las levaduras y el tiempo». Para conocer en cada momento el estado de la planta utiliza sensores y dendrómetros procurando evitar que las cepas no estén sometidas a un excesivo estrés hídrico, que estén bien nutridas, con el fin de producir racimos pequeños, de grano menudo y concentrado y conseguir una buena maduración fenólica sin que caiga la acidez. En la mayor parte de sus vinos utiliza levaduras silvestres, no le gustan ni siquiera las autóctonas seleccionadas. Las levaduras que de manera natural proliferan en el campo y pululan por las instalaciones enológicas dan una complejidad a los vinos que de otra manera no tendrían, hasta las levaduras «malas», las que dan algo de acidez volátil, le parecen interesantes en su justa medida. «No hay un gran vino que no tenga algo elevada la volátil», nos asegura.

Durante la última visita que realizamos a la bodega Pepe nos sorprendió con uno de sus ensayos, un «orange wine» de uvas de Moscatel hecho en tinaja de trescientos litros de capacidad, de manera similar a como todavía los hacen hoy en Georgia. Un vino radical, hecho sin adición de sulfuroso, con las pieles y el raspón, frutal, fresco y cítrico. También catamos un inolvidable dulce hecho a partir de mosto de pasas de uvas de Moscatel, una muestra sacada de barrica en la que llevaba tres años y allí continúa. En tiempo de vendimia hay que detectar cuándo la uva está madura, «pero hay que esperar al menos una semana más hasta que esté sabrosa, con gusto», confiesa el viticultor. Ahora hace dos vendimias, una temprana para conservar la acidez, los aromas frescos y los más sutiles, y otra cuando la fruta está en sazón, pero no entre estos dos momentos. De esta manera está hecho el tinto Las Quebradas, nombre también de la parcela de la que proceden sus uvas de la variedad Monastrell en el término alicantino de Villena, solo tres hectáreas de secano en suelo pedregoso, de fragmentos de roca madre de naturaleza calcárea que los del lugar llaman «caliche». La de 2010 fue su primera añada y tuvo una crianza de diecisiete meses en barricas de quinientos litros de roble francés. El vino es de color granate de capa media, con aromas intensos a frutos rojos y negros maduros, sotobosque y plantas aromáticas, lácteos, con recuerdo mineral, profundo y complejo. En boca es potente, de cuerpo moderado pero musculoso, vuelve la sensación mineral, junto a notas torrefactas y tofe. Una gozada de vino ya asentado que, pulido por el tiempo, inicia su mejor momento.