Iba Abascal, también llamado Qué bonita serenata, subido a la grupa de su caballo y tieso como una escoba, con la mirada fija o perdida en el frente de juventudes o quizá un poquito más arriba España, en cualquier caso, un horizonte lejano.

Era un trotar por la pradera polvorienta que invitaba a la nada, seguido por un puñado de conmilitones, algunos de ellos generales en la reserva extraídos del bombo de la reserva de generales. El coceo rítmico del animal, digo del de abajo, se acompasaba con el golpeteo de la testicular, digo de la del jinete, contra la silla de montar caliente, digo de la silla al sol inmisericorde. Pudo ser ése el momento en el que Qué bonita serenata pensó con desdén en la «derechita cobarde», aunque pudo ser otro, la verdad sea dicha de poder serlo. Pero, con absoluta certeza, sí fue ése el momento en el que echó de menos el varear del cañon de un buen pistolón colgado al cinto y atado a la pernera, mientras pensaba que tampoco sobraría un winchester ´73 golpeando al trote las ancas de la bestia. Una nube de polvo y moscas coronaba al grupo que lideraba Abascal en mitad de la nada, por decir algo.

Lo que éste no sospechaba es que, en ese momento de plenitud y de unidad de destino en lo universal, le quedaban dos padrenuestros y una avemaría, porque en el próximo rancho, tras pasar la loma y a un par de millas de OKCorral, en la periferia de València City, pasada la gasolinera de Repsol a la derecha, le esperaba Billy Aznar, también llamado equívocamente «La Esfinge», siéndole más propio y adecuado «La Gorgona», por cualquier motivo, o «La Medusa», por los pelos.

Cuentan que cuando sus caminos se cruzaron, Qué bonita serenata, apenas lo vio, le espetó o simplemente le dijo por joder: «Apártate de mi camino, ¡derechita cobarde!». Y fue allí cuando se jodió el Perú: en un visto y no visto o plisplás visual, Aznar le miró con la intensidad letal de El Bueno, El Feo y El Malo, más la de Alvárez Cascos.

Como no podía ser de otra forma, que diría Zaplana «31 relojes», Abascal no pudo aguantarle la mirada y se quedó de piedra e in situ, como estaba el Generalísimo en la plaza del Caudillo antes de que las hordas de sioux comunistas incendiaran «La Ponderosa» y, sin embargo, no acabaran con el pequeño de los Cartwrigth, Michael Landon, dándole así ocasión de prolongar sus maldades en La casa en la pradera...

Cuando desperté, los dos dinosaurios todavía estaban allí.