Sin haber tomado declaración a uno solo de los 90 testigos citados y antes de ser interrogados como acusados, Francisco Camps y Ricardo Costa sufrieron ayer su primera condena: sentarse en el banquillo. Costa tomó aposento a las 9.18 horas. Camps, a y media. El banquillo es un sillón señorial, muy propio de un comedor de pisazo del Ensanche de Valencia. Un tres plazas aterciopelado, blandito, pero que lejos de dar caricias era percibido como una silla eléctrica para quienes escuchaban la letanía de acusaciones que pesan sobre ellos, susurrada por el secretario judicial. «José Tomás [el sastre de España] llamó por teléfono al señor Camps diciéndole que tenía trajes a medida de mejor factura que los de Milano», leía el funcionario, en el pasaje que daba cuenta del cambio de empleo de Tomás desde Milano a Forever Young, las dos tiendas en las que los procesados se vistieron gratis, según las acusaciones. «En la primavera de 2007, se llevó tres pares de zapatos...». Seguía el secretario: «Álvaro se llevó cuatro corbatas para regalarlas a Camps».

El expresidente iba encajando las puñaladas con risa nerviosa, como para fingir que la cosa tenía guasa, pero se retorcía. Costa optó por gesto hierático y mirada perdida. Dos formas de vivir la tragedia igual de reveladoras. Dos caminos que no se cruzaron ni una vez. El exjefe buscó con los ojos la complicidad de quien era su subordinado y ahora hermano en la desgracia. Nunca la encontró. Costa no le hizo la más mínima concesión a ese que estaba sentado dos palmos a su izquierda, pero parecía que se encontraban en las antípodas.

Nunca se rozaron. La pasividad de Camps, desde la óptica del exsecretario general del PPCV, cuando Dolores de Cospedal le rebanó el pescuezo y las promesas incumplidas de rehabilitarlo políticamente a lo grande crearon un imborrable poso de resquemor. A la llegada a la sala de vistas, Camps ya buscó a Costa y éste bajó la cara. En el banquillo, las complicidades que otrora tuvieron no rebrotaron por arte del artículo 42.2, el que los condenó a no poderse sentar al lado de sus abogados.

Apretón de manos selectivo

El expresidente se giraba para ver a su gente en las bancadas de atrás, desde donde soplaba una suave brisa terapéutica. Costa tenía detrás a su novia y a su secretaria. Conforme avanzaba el día, Camps fue adaptándose al asiento, en una exhibición de darwinismo exprés. Pero quitarse el anillo de casado fue un gesto que delató que el relax era aparente. En su relación con el de al lado, nada cambio. En la audición de cintas, cuando se escuchó a El Bigotes hablar de Obama y algunas mofas sobre gente de Presidencia, Camps buscó la distensión sonriendo a Costa. Y éste le brindó un desplante con la mirada.

Cuando acabaron los alegatos de las partes, Costa estrechó la mano del letrado del exjefe del Consell y, después, la de su abogado. Camps evitó al letrado de Costa. Como si quisiera recriminarle que, durante su exposición, no fabricó para su cliente ninguna trinchera de defensa en la que cupiera Camps.

El letrado del exnúmero dos del PPCV, Juan Casanueva, llegó a decir que no todos los acusados ocupaban los mismos cargos. En realidad, lanzó al jurado el mensaje de que un diputado en Corts tiene menos mano para influir en los contratos. Dicho de otra forma, estaba explicando el hombre que si esto fuera un secuestro con rehenes, sería de justicia que se liberara a un niño o una embarazada. El perfil de Costa, en versión de Casanueva.