Ese mismo día el Consejo de Ministros aprobaba la última ocurrencia del ministro Wert, un decreto que se conocerá como el decreto 3+2. Cirac dirige un prestigioso instituto de investigación en Alemania, y ha recibido premios y distinciones por su actividad investigadora en computación cuántica. Es, quizá, uno de los científicos españoles que podría aspirar al Premio Nobel, junto con el químico valenciano Avelino Corma, que recibió el último Príncipe de Asturias de investigación hace meses. Ambos científicos estudiaron en España: Cirac, en la Universidad Complutense de Madrid, y Corma, en la Universitat de València. Estudiaron una licenciatura: el primero, Física entre 1983 y 1988; el segundo, Química entre 1967 y 1973, con planes de estudios diferentes, pero en ambos casos sus licenciaturas tenían cinco años de duración y básicamente eran un sistema 3+2. Los primeros tres años, de asignaturas comunes, constituían en algunos estudios la diplomatura, aunque no se solía titular por ello; los últimos dos años eran de especialización. Ese es mi caso: yo me licencié en Matemáticas, y los dos últimos años de la carrera cursé una especialidad que tenía el bonito nombre de Mecánica y Astronomía. A mi modo de ver, y al de muchos, el sistema era bueno: el plan de estudios se adaptaba a las nuevas necesidades y orientaciones; en particular, enriqueciéndose, adaptando los contenidos a los nuevos conocimientos y metodologías, introduciendo nuevas asignaturas optativas o incrementando la cantidad y la calidad de las clases prácticas y laboratorios. Que la formación básica de científicos de éxito como Cirac o Corma en universidades españolas se basara en ese sistema prueba que las cosas no estaban del todo mal.

Pero, ¡ay!, llegó la reforma de Bolonia, y, como Melquíades cuando apareció por Macondo, a todos trastornó, y la universidad, como el bueno de José Arcadio Buendía, se dedicó a la alquimia para convertir algo que estaba bien, aunque podía mejorar, en algo que iba a ser «excelente». Mientras en otros países copiaban o se reafirmaban en nuestro sistema de 3+2, nuestros alquimistas universitarios descubrieron el 4+1. Desaparecieron las licenciaturas y se inventaron, para converger con Europa „decían„, los grados; pero, mientras allí los grados básicamente eran nuestras antiguas diplomaturas de tres años, aquí, como con el ancho de vía de los trenes franquistas, se decidió ser diferentes: el grado tendrá cuatro años y luego se completará con un curso de especialización, que se llamará máster (que lo que tenía de especial de verdad era su elevado precio). La trampa estaba hecha: se subieron abusivamente las tasas universitarias en el grado y todavía más en el máster. Con la mejor de las alquimias, se comprimieron las licenciaturas de 5 en 4 años, y se trató de convencer a la población de que era el mejor sistema, que en Europa estaban equivocados, que las familias ahorrarían, ya que los estudios no durarían 5 años sino 4 (¿no oímos esos mismos argumentos estos días?), que el máster era optativo? Seguramente calcularon que si hubieran optado por el sistema de 3+2, con dos años de máster a precios inalcanzables para muchos, el rechazo social habría sido enorme y las protestas mucho más virulentas. Había que ir poco a poco: 4+1, encarecemos primero el máster, después subimos las tasas y, cuando la cosa ya esté así unos años, decimos que esto es un lío porque en Europa lo que hacen es 3+2, y les explicamos que hay que volver a ese sistema; pero, claro, los dos cursos últimos son de máster, y tendrán por tanto los precios desorbitados que ya hemos conseguido que acepte la población para el 1 del 4+1.

Mirado en retrospectiva, el decreto ley del ministro Wert, que ahora va a ser contestado por la población universitaria, propone volver a un sistema que habíamos tenido durante muchos años y que había funcionado bien, y además es el sistema del resto de Europa; pero, ¡ojo!, las tasas universitarias de cada uno de los cinco cursos de las antiguas licenciaturas eran las mismas todos los años. Los estudiantes, entonces, ya protestábamos por sus subidas, aunque estas fueron mucho más moderadas que las de los últimos años (aún guardo alguna foto de las manifestaciones). Lo que han conseguido los alquimistas universitarios, con este camino de ida y vuelta, además de una enorme ineficacia y pérdida de tiempo en la elaboración de planes de estudio cargados de verborrea inútil y engañosa, es encarecer enormemente la universidad, de forma que el 3+2 de la licenciatura de Química que estudió A. Corma en la Universitat de València costaba 21.140 pesetas en 1974, que equivaldría a 1.750 euros hoy (considerando el IPC), mientras que el grado más el máster, con el 4+1, cuesta hoy 7.404 euros, y con el cambio al 3+2 costaría 9.018 euros (en el supuesto de que las tasas estuvieran congeladas hasta que el nuevo sistema entre en vigor). O sea, una subida neta a euros constantes del 415%. Inaceptable. La matrícula de un curso de licenciatura en 1974 representaba poco más de la mitad del salario mínimo interprofesional (mensual) de entonces, hoy el precio medio de un curso universitario con el sistema 3+2 equivale a casi tres veces el salario mínimo actual. Intolerable.

Lo que convierte a la Universidad en elitista no es el 3+2 o el 4+1, que a fin de cuentas suman 5, sino los precios de sus tasas universitarias (grados y máster). Lo que es inaceptable es el modo con el que se engaña a la población para hacer cada vez más inaccesibles los estudios universitarios a los sectores sociales con más dificultades; eso, junto con la profunda crisis económica que vivimos „aquí habría que buscar la responsabilidad en los alquimistas financieros„, es lo que está convirtiendo en elitista a la universidad y haciéndola menos pública (de hecho, hace que las públicas y las privadas se parezcan cada vez más). Por tanto, lo que hay que reivindicar al nuevo gobierno de progreso que tendremos en este país a final de año es una bajada urgente y significativa de las tasas universitarias y, además, una política de becas de grado y posgrado que de verdad garantice la equidad.