Nunca antes un presidente de la Generalitat se había plantado en la Moncloa para proclamar la existencia del «problema valenciano», que es el negativo en versión económica de la letra que Maximilià Thous puso a la música del maestro Serrano. Al contrario que otras autonomías que cobran por ser españoles (País Vasco o Navarra), la Comunitat Valenciana ofrenda «noves glòries». En concreto, en 2016 serán 260 euros menos de financiación por habitante y 61 euros de inversión por debajo de la media. Ximo Puig sabía que ayer no era un día para soluciones, pero sí para invertir en protesta, para exportar a Madrid el problema aunque sea en «tiempo basura», dice, con las Cortes ya disueltas y las elecciones convocadas.

En política, que es el bruto de la diplomacia, las formas son reveladoras. Las que ayer envolvieron la cita monclovita suenan a grito desgarrado de la invisibilidad valenciana. La cita llegó 130 días después de acampar Puig en el Palau, con tres cartas de petición de audiencia que acabaron en la papelera de Moncloa y algunas amenazas valencianas de ir a los tribunales (ahora aplazadas) a invocar la igualdad que proclama la sacrosanta Constitución y la suficiencia financiera que consagra la Lofca. Rajoy hizo el hueco en su agenda el Día de Difuntos y le puso hora al president justo antes de que llegara el dicharachero mandatario cántabro Miguel Ángel Revilla, que ofrenda anchoas.

Dos trazos del cuadro de la cita que evidencian que para el Estado, la Comunitat Valenciana no llega ni a problemilla. Máxime en unos momentos en que las acusaciones del Consell a Rajoy de desleal y la amenaza judicial suena a «córcholis, cachis en la mar» al lado del grito de Forcadell en el Parlament de Catalunya: «Visca la república catalana!». El problema valenciano tiene como lastre añadido para su proyección que, al contrario que el catalán, no supone una maquinaria de votos para el PP. «No quiero que el monotema vampirice nuestro problema de infrafinanciación», proclamó Puig en la rueda de prensa posterior a la reunión en la que todos los periodistas de Madrid le preguntaron por Cataluña.

Moraleja: El problema valenciano es que Valencia no es vista como un problema. Lo sabía Ximo Puig cuando ayer subió al AVE Madrid-Valencia, que tiene sentido de vuelta porque nadie quiere quedarse todo el año en la playa de Cullera. Y lo certificó, el presidente, en la reunión. Si alguien tenía cualquier duda sobre la invisibilidad valenciana ya la despejó el 16 de septiembre pasado, cuando ni siquiera 60 parlamentarios asistieron al Congreso a la histórica sesión en la que se aprobó la toma en consideración de la reforma del Estatut que ha de blindar unas inversiones del Estado similares al peso demográfico. Esto es, pasar del 8% al 10,8%.

«Se trataba de marcar territorio, de meter presión y llevar el problema al centro, a Madrid y eso se ha logrado», comentaban anoche en el entorno del presidente. Políticamente tampoco el Palau tenía mayores esperanzas, aunque las cuentas de la Generalitat fían su cuadratura a 1.300 presuntos millones de presunta mejora del modelo de financiación o a través de una quita en la deuda con el Estado, que supone el 61% de los 40.085 millones que debe la Generalitat.

Y sobre este panorama de incertidumbres y debilidades sobrevuela la amenaza añadida para este Consell de que PP y Ciudadanos acaben formando gobierno tras las generales. Sin contar la dificultad de hacer pedagogía por las Españas de un problema que tiene como tara el cóctel de despilfarro y corrupción. No es dinero, comparado con los 12.433 millones de deuda histórica, pero los 49.000 euros que le birló Luis F. Cartagena a la madre superiora Sor Bernardina de las Carmelitas Descalzas, los 7,4 millones gürtelianos expoliados a la sombra de la sotana de Benedicto XVI o el aeropuerto del abuelo, han erosionado un huevo la legitimidad y credibilidad en la reivindicación.