Lo primero se realiza mediante la fijación de valores socialmente compartidos, derechos iguales para toda la ciudadanía y criterios de intervención sobre la realidad económica. Lo segundo con instituciones que cumplan con principios democráticos como la representación, la responsabilidad y una adecuada distribución territorial de las funciones estatales. Una Constitución así concebida es un freno a los poderes „políticos, económicos, culturales, religiosos?„ y un estímulo a la convivencia. Pese a todos sus déficits, pese a todas las limitaciones que el franquismo implantó en las mentalidades y en la correlación de fuerzas existente en 1975, la CE de 1978 cumplió sobradamente con estos parámetros: ha sido una buena Constitución porque permitió la consolidación democrática, excluyendo la violencia como argumento, promoviendo un marco de desarrollo de Derechos cívicos y sociales así como de instituciones asimilables a las europeas y el asentamiento de un incompleto, pero creciente, Estado social.

Pero, como toda obra humana, ha sufrido un desgaste, ha evidenciado insuficiencias y los cambios sociales y culturales hubieran exigido una transformación hace lustros, como ha sucedido en las Constituciones de nuestro entorno. Baste pensar que cuando se aprobó España no pertenecía a la UE, internet no existía, del cambio climático nada se sabía y China tierra de misión. Pero el bipartidismo, erigido en clave del sistema, se basó, en buena medida, en el otorgamiento recíproco de la capacidad de vetar cualquier propuesta de reforma. Se invocaba el consenso. Y es verdad que el consenso constitucional es algo valioso: las constituciones de mayoría, sobre todo si son exiguas, son quebradizas, antes instrumento de confrontación que de cohesión. Pero aquí en nombre del consenso se bloqueó toda reforma: ¿cómo sería posible un nuevo consenso si nadie presentó propuestas en torno a las que nuclear un debate social y un posible acuerdo? Se abrazó tanto al niño que se le dejó al borde la asfixia. La llegada de la crisis y la infame reforma del artículo 135 alteró todo. Esa reforma se hizo en un tema hipersensible „prefiere los bancos a las personas„ y con tal celeridad que destruyó el mito de la necesidad de consenso: el voto que la posibilitó ya no era consenso sino mayoría que deliberadamente se ceñía a un destino común.

La Constitución no ha podido ayudar a parados o desahuciados de sus viviendas ni, en definitiva, a los más débiles: aquello que es la esencia misma del Estado social. La crisis ha puesto de relieve la instalación de ciertos aparatos políticos en la opacidad y la corrupción, la colonización de las instituciones del Estado por los dos grandes partidos y las brechas de justificación democrática del sistema electoral: el Estado democrático hace aguas en medio de una generalización de la cultura de la sospecha hacia los políticos. La crisis, en fin, ha propiciado las tensiones en Catalunya, poniendo de relieve los problemas que provoca el no reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y la falacia de intentar construir un federalismo sin sujetos federales. Pero, indirectamente, también subraya que la apelación al Estado de Derecho no es suficiente si la sensación que embarga a franjas importantes de la ciudadanía es que el Derecho Constitucional existente ha perdido validez y, lo que es peor, que la clave de la crisis constitucional radica en que fallan los mecanismos para poder cambiar el Derecho vigente en ciertas materias.

Por lo tanto hay que respetar la CE por lo que ha sido y por lo que es. Pero sólo hay una manera de respetar la Constitución: demandando su reforma. Una reforma constituyente que abra nuevas vías a la reflexión más allá de los tópicos cosméticos. Una reforma que transite por las vías que la propia Constitución ha previsto. Vías que son muy difíciles, pero que no lo son más que la adoptada en 1978. Reforma que amplíe valores; que introduzca derechos, unos por nuevos y otros por blindar lo que ahora son meras indicaciones; que redefina instituciones, vitalizándolas contra su manipulación partidaria y ampliando los mecanismos de democracia directa; que establezca el principio de pluralidad nacional.

Muchos discreparán es estas prioridades y habrá quien prefiera otras. Por supuesto: nadie debe comparecer al debate con apriorismos irrenunciables ni vetos insuperables. Pero todos deben asistir con propuestas públicas, razonables y razonadas. Y no me refiero sólo a partidos. Hay otros actores en nuestra sociedad: organizaciones sociales, culturales, económicas, así como los municipios y las CC AA. Si antes decía que el cierre de la reforma debe transitar por los mecanismos previstos en la Carta Magna, indicaré ahora que eso no impide un amplio programa de propuestas y debates abiertos y previos en la ciudadanía, con el uso plausible fórmulas de referéndum para algunos asuntos en una fase previa, con la suficiente flexibilidad para que expertos, asociaciones diversas, etc. defiendan sus posiciones en el espacio público.

Bueno será, pues, que las nuevas Cortes sean audaces, que no se recreen en el horizonte rutinario de los últimos años. La nueva Legislatura será la de la amplia reforma constitucional o será un fracaso. Quien sepa defender con claridad, prudencia y coherencia esta idea, asumirá un liderazgo más que estimable. No valen ni prisas ni ocurrencias. Pero, menos aún, el encastillamiento en la defensa ideológica de un instrumento astillado por su uso.