Es habitual cuando tienes que escribir sobre personas que han sido grandes figuras de la investigación destacar los méritos de su carrera académica cuando dejan esta vida. Sin embargo, ahora, cuando tengo que hablar de Justo Aznar Lucea, me siento incapaz de hacerlo así. De él conocí otro aspecto más importante, más esencial, de su vida: me encontré a un hombre con un corazón grande, inmenso, que superaba con creces su inteligencia y su voluntad.

Conocí a Justo en 2016, cuando me concedieron una beca de investigación predoctoral en la Universidad Católica de Valencia. Lo que encontré en él no fue solamente a un académico. Encontré a una persona que buscaba descubrir el corazón de los otros. Justo no miraba únicamente el expediente universitario, tampoco la lista de las publicaciones en la que estabas trabajando. Él se preocupaba personalmente por ti en concreto, pues te quería con nombre y apellidos. Al menos, esa es mi experiencia.

Cada vez que iba a verle a su despacho, me recibía con un abrazo, movía las sillas y nos sentábamos cara a cara, en igualdad y cercanía, para hablar tanto de la investigación como de las cosas importantes de la vida. Comenzábamos hablando del trabajo, obviamente, pues como Director del Observatorio de Bioética se preocupaba de que hiciéramos bien nuestra labor. Sin embargo, cuando las cosas útiles estaban claras, pasábamos a hablar de las que no tenían utilidad alguna. Es decir, me hablaba de Dios y me preguntaba qué tal iba mi relación con Él. Y lo hacía con esa franqueza aragonesa de su carácter. Pero no era brusco, sino sincero, pues su mirada, cuando hablaba de Dios, trasmitía una ternura muy particular. Hablaba de Él con la confianza de un niño, pues se sabía niño ante sus ojos. Eso es lo que había aprendido en el Opus Dei a través de las enseñanzas de San Josemaría Escrivá: que es posible vivir en este mundo con la mirada puesta en Dios.

Todas las conversaciones que tuvimos concluían con el mismo comentario: “Rafa, no te olvides de que estamos aquí para llegar al Cielo y lo que quiero es que algún día podamos encontrarnos allí. La Universidad es importante, pero más importante es amar a Nuestro Señor y servirle queriendo mucho a nuestra familia y a nuestros amigos. Eso es lo que de verdad importa”. Y puedo decir, sinceramente, que estas palabras no eran huecas, porque cada vez que vi a Justo estar ante el Santísimo Sacramento rezando mostraba un recogimiento sencillo y humilde. Sabía que estaba ante Dios Padre y que algún día le llamaría a su lado.

Justo traslucía esa sabiduría propia del que tiene un temor sincero de Dios basado en la confianza de su Amor. Con su vida procuraba mostrar lo que nuestra ciencia humana es incapaz de hacer: que el Creador del Universo tiene un Corazón Providente y que su mirada no se aparta de nosotros nunca, que nos sostiene y que es la fuente de la vida verdadera, aquella que viviremos en el Cielo cuando nos unamos a Él. Esa vida que Justo está disfrutando ahora mismo.

Lo último que recuerdo de él fue el abrazo con el que me despidió cuando fui a visitarlo a su casa el pasado mes de julio. Fue el abrazo de un padre, de un amigo y de un maestro. Un abrazo con el que quería trasmitirme que esta vida, cuando es vivida con el corazón puesto en el Amor de Dios, está llena de esperanza y que puede ser vivida plenamente cuando la dedicas al servicio de los demás.

Por eso, me guardo para mí ese abrazo de padre con el que nos despedimos, porque es un abrazo que aún está vivo en mi memoria y que me va a sostener para que pueda devolvérselo cuando nos volvamos a ver bajo la mirada viva de Dios Padre.