Eso fue lo primero que leí el pasado sábado, cuando aún estaba en la cama con el nórdico hasta las cejas, tras una noche que había dejado medio país congelado. La noticia resquebrajó mi estado de semiinconsciencia -¡con lo tranquilo que yo estaba!-, tal y como la lava había hecho horas antes con el lecho marino del Pacífico. La explosión fue de tal magnitud que las cenizas y los gases emitidos por el volcán alcanzaron los 20 kilómetros de altitud, allí donde la troposfera llega a su fin y las nubes se extinguen. En los segundos posteriores a la lectura me erguí como las momias salen de sus sarcófagos y anduve hasta el despacho también como ellas, aún al borde del nocaut. Los datos que salían del archipiélago polinésico eran asombrosos, entre ellos los primeros que ofrecía el tsunami que ya había afectado a las islas. Los expertos creen que la ola salió de una combinación entre la explosión y el derrumbe del edificio volcánico que quedaba del Hunga-Tonga. Con el paso de las horas acabó bañando todas las costas del monumental océano Pacífico.

No es la mejor forma de empezar un fin de semana, porque cuando eso sucede, y eres responsable de una redacción dedicada a la información ambiental, se desencadena un arduo proceso de planificación y publicación de contenidos que en este caso se alargó hasta bien entrado el domingo. Uno de los momentos más apabullantes fue cuando los barómetros de todo nuestro país comenzaron a captar anomalías de presión. En las estaciones meteorológicas, lo que era una curva suave y ascendente se convirtió, de repente, en una rara sucesión de picos parecida al perfil de la etapa reina de la Vuelta España. Pronto salieron al paso multitud de observadores interpretando en ellos el paso de un tren de ondas de presión generadas por el mismísimo volcán de Tonga. El estallido fue de tal calibre que generó una onda de choque capaz de hacer oscilar la presión en todo el planeta. Avanzó desde las antípodas a una velocidad de 1000 kilómetros por hora hasta llegar a la estación de la casa de campo de mi familia, en Loriguilla, y a todo el regimiento de dispositivos que conforman la red de la Asociación Valenciana de Meteorología (AVAMET).

No sé a cuántas estaciones entré en la noche del sábado, pero probablemente la AVAMET tendrá el registro de un loco perdido yendo de una página de la web a otra, viendo como en todos los gráficos se contemplaba ese mismo patrón anómalo. Al día siguiente, a primera hora, contacté con los expertos de Meteored (tiempo.com) José Miguel Viñas y Francisco Martín. “Se han registrado oscilaciones bruscas de presión en todo el mundo y el sonido de la explosión se ha captado en Alaska”, acertó a comentar Viñas. Francisco ya me dejó patidifuso: “se estima que la onda pudo crear en Baleares un meteotsunami de varias decenas de centímetros”. Vaya forma de comenzar 2022 le dije, a lo que espetó “¡y espera que no venga una Filomena 2.0!” Obviamente llevaba un tono burlón.