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Las luminosas imágenes plasmadas en los lienzos de Joaquin Sorolla tienen nombre propio. Las luces del paisaje asturiano ilustrado por el artista valenciano provienen de la comarca del Bajo Nalón.

Corría el año 1902 cuando Sorolla recalaba en La Arena animado por el pintor Agustín Lhardy, quien tambiñen plasmó en sus obras las maravillas de la región junto a compañeros como Cecilio Pla o Alfredo Perea. La idea era crar una colonia de pintores inspirada en la academia de Barbizon.

Lo que en principio iba a ser para Sorolla una visita de dos o tres meses se tradujo en un idilio con el Cantábrico que se repetiría durante tres veranos más. Pertrechado con sus útiles y protegido por una boina, el maestro del luminismo se mimetizó entre los lugareños y recorrió la desembocadura del Nalón y sus aledaños reflejando con pinceladas sueltas y repletas de color la imprevisible luz asturiana, tan diferente de la de sus escenas levantinas.

La Arena era por aquel entonces un pequeño pueblo encalado donde se vivía de la pesca y de la agricultura. Sus calles eran un catálogo de escenas costumbristas que Sorolla inmortalizó con trazos de maestro. La vida del valenciano transcurría junto al también artista y amigo Tomás García Sampedro entre paseos en barca por la ría, tardes de dominó en el casino de Muros y pitanzas en el Espíritu Santo.

En 1905, con su despedida, Sorolla cedió el testigo a otra figura cumbre de los últimos siglos: el nicaragüense Rubén Darío, que puso pie en San Esteban, junto a su esposa Paca, recomendado por su amigo Pérez de Ayala. La fonda El Brillante fue su primer hogar. Con posterioridad, el poeta trasladaría su domicilio a La Arena.

Tanto Ayala como Azorín visitarían al nicaragüense en el bajo Nalón, el cual, tras mudarse a Riberas por motivos de salud de su esposa, abandonaría un buen día de 1909 la comarca a la que, con su puño y letra, vanaglorió durante sus noches de bohemia a orillas del Cantábrico.