Un asunto de lo más serio

Bromas aparte, la muerte es un asunto extremadamente serio, como sucede con todo aquello que no se puede evitar. No se trata de una contingencia, sino de un hecho irremediable al que todos los años por estas fechas reverenciamos con cierta congoja pensando en los seres queridos.

La mayoría de las veces no muere uno porque se empeñe en ello. Como decía Sade y figura de epitafio en su lápida del cementerio de Charenton, si no se vive más es porque no da tiempo. Un cursi dijo que los epitafios representan las voces de piedra de la muerte. Sin necesidad de ponerse grave, Ramón Gómez de la Serna escribió con envidiable ingenio que son las últimas tarjetas de visita que nos hacemos. A Groucho Marx se le atribuye una de las más ingeniosas que recuerdo: «Perdonen que no me levante», que, sin embargo, no está inscrita en su tumba del Eden Memorial Park de San Fernando, Los Ángeles. Sí, en cambio, la de Jean-Baptiste Poquelin en el Père Lachaise de París, donde los curiosos pueden acercarse y leer: «Aquí yace Molière, rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y la verdad es que lo hace bien».

La más inoportuna de las muertes es la del sepulturero que la palma en plena faena. Así sucedió hace años en La Haya, Holanda, una ciudad para flâneurs-fin-de siècle, pero no un lugar apropiado para morirse al pie de la tumba sin terminar el trabajo. El sepulturero se fue al otro barrio en el momento en que el cuerpo del difunto iniciaba su descenso y en ese mismo instante se dio la circunstancia de que un infarto partió en dos a su compañero de tajo, altamente impresionado. Hubo que enterrar a tres.

La muerte en directo del enterrador y de su asistente se produjo cuando el finado no podía quejarse de que lo dejasen a mitad de faena. Así todo, uno prefiere vivir, como dejó escrito Ruano, con la tranquilidad de que al cirujano no le va a temblar el pulso al hundir el bisturí. En la muerte, como ocurre con otras cosas de la vida, dependemos de los imponderables.