Quién podría siquiera imaginar que casi a los sesenta años de su muerte, Lucrezia Bori (Valencia 19887-Nueva York 1960), la voz más importante de la lírica valenciana del siglo XX, iba a recibir el reconocimiento definitivo en su ciudad de la mano de un director de escena italiano, el intendente de Les Arts Davide Livermore, como musa de la actual temporada de ópera.

Gracias a este gesto, miles de aficionados de aquí y de fuera van a familiarizarse con una artista que después de estudiar en Valencia y en Milán realizó una carrera impecable que la llevó a los más suntuosos teatros del momento: Adriano de Roma (allí debutó con la Micaela de Carmen), Scala de Milán, San Carlo de Nápoles, la Pérgola de Florencia, Municipal de San Remo, Garnier de Monte-Carlo, Chatelet de París, Kursaal de Ostende, Colón de Buenos Aires, Metropolitan de Nueva York, Payret de La Habana, Urquiza de Montevideo, Hollywood Bowl de Los Ángeles, Civic Opera de San Francisco y los grandes auditorios de Boston, Montreal, Toronto, Atlanta, Washington y Filadelfia, por citar solo una puñado de ciudades que fueron testigos de su canto.

Lucrezia, con «z»

Pero a pesar de aquel aluvión de éxitos, Lucrezia (siembre con «z») nunca llegó a cantar en un teatro español. Un recital privado en 1915 en Valencia y otro para los Reyes de España, Alfonso XIII y Victoria Eugenia, en el Palacio de Miramar en 1928, fueron las dos únicas ocasiones donde se la pudo escuchar para un grupo de privilegiados.

Nacida en la calle de Pelayo el 24 de diciembre de 1887 (en un edificio que aún se sostiene en pie), de padre militar, natural de Burriana, y de madre natural de Ontaneda (Santander), se la bautizó como Lucrecia Natividad Borja y González de Riancho. Para su debut en París pasó por un casting con el ya mítico Arturo Toscanini, el compositor Giacomo Puccini y el editor Tito Ricordi. De inmediato fue seleccionada para el estreno de Manon Lescaut en París y, a raíz del gran éxito, el empresario Gatti Casazza le ofreció un contrato para debutar en el Metropolitan de Nueva York.

Con determinante sentido común, Lucrezia prefirió dilatar aquel debut y afianzar su repertorio se soprano lírica, en Italia, Argentina y Uruguay. Debutó en la Scala con Il matrimonio segreto de Cimarosa. Era enero de 1911. Dos meses más tarde el propio Richard Strauss la eligiría para el rol de Octavia en el estreno italiano de Der Rosenkavalier en la Scala milanesa. Otras óperas protagonizadas por Lucrezia Bori en aquel escenario fueron Figli dei re de Humperdinck y Las alegres comadres de Windsor de Ottone Nicolai.

Rumbo a Broadway

Pero lo mejor estaba por llegar. En 1911, su debut en el Colón de Buenos Aires le supuso dos contratos más en 1912 y 1914. En 1913, llega a Cuba. Y en el otoño de 1912, Lucrezia desembarca en Nueva York escoltada por su padre, ascendido a «Colonel Borja» por la prensa neoyorquina. Ambos fueron testigos de una de las mayores manifestaciones públicas que jamás se había congregado en la ciudad: más de doscientas mil mujeres y cincuenta mil hombres marcharon por la Quinta Avenida de Manhattan reclamando el derecho al voto femenino. Los visitantes valencianos nunca habían visto algo parecido.

Dos días después de aquello Lucrezia sorprendía al público de su premiere cantando su opera fetiche, Manon Lescaut junto a Caruso y el bajo Perelló de Segurola, también valenciano. La sala estaba vendida desde hacía dos semanas. La voz se había corrido por la ciudad. Nadie quería perderse aquel estreno. La aristocracia de la ciudad, representada por el multimillonario Piermont Morgan junto con los Bliss, los Rockefeller o los Roosevelt, además de los críticos más exigentes de la ciudad, escucharon expectantes y aplaudieron puestos en pie. Su futuro acababa de empezar.

Aquella noche se inició un autentico idilio musical entre el público de Manhattan y la joven valenciana que duró hasta su última función, en marzo de 1936. Sus inolvidables creaciones incluyen la Madama Butterfly, La Traviata, La Bohème, Mignon, Romeo et Juliette, Cosi fan tutte, Los cuentos de Hofmann, L’Amico Fritz, L’amore dei tre re, Manon y Manon Lescaut o Pelleas et Melisande,entre tantos otros. La Bori cantó 473 funciones en el antiguo Met, además de 155 representaciones en otras ciudades con la compañía de aquel teatro. También participó en más de 200 galas y conciertos donde coincidiría, entre otros, con los valencianos Vicente Ballester y Perelló de Segurola. Sorprende, sobre todo, que fuera la primera voz en cantar en español en aquella sala estrenando La vida breve, de Manuel de Falla y años más tarde la eligirían para estrenar la primera ópera escrita por un compositor norteamericano: Peter Ibbetson, de Deems Taylor. Su carácter extrovertido, su simpatía desbordante y su don de gentes la convertirían en la primera mujer en formar parte de Consejo de Administración del Metropolitan Opera House.

Idolatrada por Al Capone

Alumna de Pedro Farvaró y López-Chávarri en Valencia, amiga del compositor Manuel Penella y de la jovencísima Conchita Piquer, alternaba por igual con Jacinto Benavente, Imperio Argentina, Marlene Dietrich y Catalina Bárcena. Sin olvidar la admiración del famoso Al Capone, a quien conoció en Chicago. No tenía empacho alguno en incluir canciones como La Paloma, Flor de Mayo o La violetera en sus conciertos junto a la Marinella de Serrano. Disfrutaba con las películas de vaqueros y lo mismo recibía en su apartamento de Central Park a Cary Grant, Jeanette McDonald o a Don Juan de Borbón y Doña María. Cantó con los más grandes directores del momento, como Toscanini, Otto Kemplerer, Tulio Serafin o con su paisano, José Iturbi.

Fue, además figura clave en la recuperación económica del Met, protagonizando campañas para salvar el teatro en el crack de 1929. Un año antes organizó una gala especial en el auditorio para recaudar fondos para la Ciudad Universitaria de Madrid, por lo que fue condecorada con la Orden de Alfonso XII, impuesta por el propio rey y la Reina Victoria Eugenia. En 1930 fue condecorada con la Real Cruz de Isabel la Católica.

Regreso a casa

Tal como se lo había prometido a su padre, se retiró en 1936, a los 49 años, cuando sintió que su voz podía estar llegando a un momento delicado. Pero siguió trabajando para el teatro y viajando por América y Europa. Volvió a España en 1950 siendo recibida como una estrella por el mejor anfitrión del momento en Madrid: Luis Escobar. Su pasión por Valencia quedó confirmada en la gala que promovió en el Town Hall de Nueva York con el fin de recaudar fondos para los damnificados de la riada de 1957. Convocó a los Huntington, los Astor o los Vanderbilt para escuchar a las sopranos Licia Albanese y Victoria de los Ángeles, el tenor Leonard Warren, a los virtuosos José y Amparo Iturbi, y el guitarrista Andrés Segovia o el pintor Salvador Dalí. Se recaudaron cincuenta mil dólares que entregó al alcalde Rincón de Arellano y con los que se edificaron decenas de viviendas populares para familias que habían perdido su hogar en el barrio de la Fuensanta.

Lucrezia Bori falleció a causa de un derrame cerebral en el Hospital Roosevelt de Nueva York el 14 mayo de 1960. Su funeral fue oficiado por el Cardenal Spellman en la catedral de San Patricio. Meses después, su fiel secretaria, Jennie Grazzini, cumplió con el último deseo de la diva valenciana: reposar junto a sus padres y hermanos en tierra valenciana. Y allí está, en el Cementerio General de la ciudad, cerca de otros artistas valencianos como Sorolla, Giner o Juan Gil Albert. El féretro se expuso en el Museo del Marqués de Dos Aguas y fue transportado en una cureña tirada por seis caballos negros hasta la Catedral de Valencia. Fue una más de los tantos artistas que recorrieron el mundo dejando la huella valenciana. A su despedida en el Met, sus compañeros le entregaron una placa de oro en la que se leía la siguiente dedicatoria: «A Lucrezia Bori, como amiga comprensiva, como colega ideal, como mujer adorable, y como artista irremplazable».