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San Isidro

El orgullo de Castella y la raza de Cayetano salvan la tarde

Ambos diestros firman lo más destacado de una soporífera semana de feria

El orgullo de Castella y la raza de Cayetano salvan la tarde

A los toreros, como a los soldados, se les supone el valor. No hay peor condena en este universo de héroes que su merma. Lo dijo don Pedro Romero en el siglo XVIII y, desde él hasta ahora, todos los que han sido gente en la lidia de un toro bravo han cumplido la sacrosanta regla: «La honra del matador está en no huir ni correr nunca delante del toro teniendo muleta y espada en las manos. El espada no debe jamás saltar la barrera, después de presentarse al toro, porque esto ya es caso vergonzoso. El lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos, y en la plaza, delante de los toros, debe matar o morir antes que correr o demostrar miedo». Lenguaje universal para una actividad en que la épica -la capacidad de sobreponerse a las dificultades y salir victorioso- siempre ha engrandecido este arte; su ausencia, lo condenaría al ostracismo y la inanidad. Conviene no olvidarlo.

Un torero francés y otro español han tirado de manual para sobreponerse a una situación adversa y redimirnos del tedio infinito en que se ha convertido la feria esta semana. Castella fue volteado feamente por el quinto de la tarde de los Garcigrande. Tremenda paliza que, lejos de amedrentarle, le espoleó. Extraña pócima que te da la fuerza precisa para librar la batalla final. Volvió a la cara del toro con el pie izquierdo maltrecho, sujeto con una venda, dispuesto a darlo todo; con su estilo, sin exquisiteces. Un ejemplar que en condiciones normales hubiera dado otro juego, acabó por concederle el triunfo, ganado por el galo a sangre y fuego. Se entregó de principio a fin, desde el quite posterior al percance hasta la estocada final, de una exposición y coraje soberbios. Dos orejas excesivas como premio, pero la sensación de poder y querer del francés cuando pintaban bastos.

El honor de los Rivera Ordóñez

Cayetano llegaba a Madrid con el agravio sevillano entre ceja y ceja. Los toreros de dinastía se crecen ante la injusticia y el rondeño salió a aclarar las dudas y despejar la incógnita que llevaron al empresario de La Maestranza a dejarle fuera de los carteles de la pasada Feria de Abril sin motivos aparentes. Ya desde el paseíllo se le vio muy motivado y, en cuanto pudo abrirse de capa, evidenció lo que traslucía su rostro, de una seriedad y preocupación que habían puesto a cavilar desde la habitación del hotel a sus partidarios más acérrimos.

Fue abrirse de capa ante el primero de su lote y dejar su impronta, que iba a marcar el sino de la tarde. La colocación, impecable; los tres lances, de un ajuste soberbio. Hasta los aficionados más conspicuos -que no pasan ni una pero que saben de esto del arte del toreo- cesaron de golpe con sus protestas . El respeto de todos se lo fue ganando el rondeño a base de raza y torería. Dos virtudes de la que andaban sobrados sus antepasados; su padre, sin necesidad de ir más lejos.

Si Castella había recurrido a la épica para salvar la tarde, Cayetano rebuscó en su orgullo herido para encontrar la respuesta que necesitaba para dominar la escena. Valor al servicio de un concepto clásico y puro; ora sentado en el estribo en el comienzo de faena, como de rodillas a porta gayola en el recibo del sexto, con Madrid rendida al toreo de alta tensión, que pone más el acento en el fondo que en la forma, pero que cautiva igualmente. Una oreja como premio a su compromiso y dos estocadas, sobre todo la ejecutada al tercero de la tarde, de una entrega y verdad inapelables.

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