Diría que no es casualidad que el primer concierto de pago y no de los Ramonets al que he ido con mi hija mayor haya sido de Rubén Blades. Quiero educarla bajo los preceptos del rock más básico porque es el único campo en el que no evidencio toda mi ignorancia. Pero también porque quiero que sepa el porqué de Elvis, la razón de Aretha, el objeto de los Clash y que así también sepa la importancia de lo efectivo, lo sencillo y lo agradable. A partir de ahí, que haga lo que le dé la gana. Pese a eso, mi primer concierto de pago con mi hija mayor no ha sido para ver a los Arctic Monkeys sino a Rubén Blades.

Porque Blades me ofrece todo eso y un poquito más. Es un rockero que no hace rock y cuando ha hecho algo parecido (aquel «Nothing but the truth» en el que colaboraban Lou Reed y Elvis Costello) no ha tenido demasiado éxito. Pero me gustaría que, como Blades hace con su música, mi hija sea consciente de que hasta lo más divertido conviene tomárselo en serio, que lo que haga sirva para mejorar lo que ya existe y, sobre todo, que sepa interpretar lo que ocurre a su alrededor, que tenga conciencia, que sea empática. Bueno, también me gustaría que dominara el ritmo y el compás y que saliera de gira por el mundo delante de una banda como la de Roberto Delgado, pero eso ya quizá es mucho pedir.

Blades llegó ayer a València en esa gira con la que desde 2016 viene despidiéndose del mundo de la salsa. Por lo visto el martes en Viveros, no parece que su público -gentes con banderas de la patria, hipsters con menos barba, parejas que bailan bien, parejas que bailan- ande muy preocupado. Quizá el personal sospecha que el músico panameño, como siempre, seguirá haciendo cosas que no son salsa o ni siquiera son música. Ya avisó en el concierto del martes que de él «siempre han dicho que sería presidente o presidiario». De momento, reconoció, se ha mantenido en medio. De momento.

No llenó y uno tiene cierta lástima por todos los que no disfrutaron de un conciertazo de casi tres horas sin apenas parones. Que ojo, uno -como Quevedo con los prólogos- es poco partidario de los conciertos largos. Pero en esta ocasión ya había pasado la medianoche cuando dejé de mover el culito izquierda-derecha-pausa para mirar la hora en el móvil. La actuación había empezado a eso de las 21.30 horas.

Primero se presentó la big band de Delgado y al poco apareció el protagonista para cantar «Caminando», el tema con el que daba inicio a un álbum con el que el artista volvió en 1991 al estilo más clásico de su época con Willie Colon o la Fania. No se hizo esperar uno de sus clásicos, «Decisiones», que estaba en aquel «Buscando América» de 1984 con el que Blades reconstruyó la salsa embastándola con rock, reggae, jazz y mucha caña política.

Para muchos, Blades es el gran referente intelectual y político de Panamá y, al igual que hace en sus canciones, siembra sus conciertos de comentarios sobre la situación del mundo en general, y de América en particular. «¿Algún venezolano por aquí?», preguntó. «Pues espero que tengan algo que celebrar en el futuro». Un rato después, cuando presentó «Ligia Elena», esa historia de una cándida chiquita de la sociedad que se enamoró de un trompetista de la vecindad, reconoció haber tenido esperanza con el advenimiento de Obama pero que ahora toca volver a luchar «para que la gente sea mirada por su aporte y no por el color de su piel y de su sexo». «No somos inmunes -advirtió-. Nos han criado así».

El concierto fue largo y, pese a eso, mantuvo el nervio constante, actuación de vieja escuela, con momentos álgidos y ningún bache. Habló Rubén de su amigo García Márquez y de aquella vez que casi hicieron un disco juntos. Se acordó de Héctor Lavoe para invitar a celebrar la vida con «El cantante». Cantó la emocionantérrima «Amor y control» de la que me gustan hasta los sintetizadores. Hubo «Todos vuelven», Ray Heredia con «Cobarde», recordó sus inicios con «Juan Pachanga» y cambió Nueva York por Nueva Jersey cuando clavó (él y la big band) «The way you look tonight». No faltó ese monumento a la música popular llamado «Pedro Navaja» antecedida por una canónica lectura de su hermana mayor, «Mack the knife».

A esas alturas, mi hija imploraba menos lecciones encubiertas y más superficie horizontal donde rendirse al sueño. Fue cuando Rubén Blades y la orquesta iniciaban los bises con «Buscando guayaba», «Maestra vida» y «Patria». Quizá después vendrían «Plástico» o «Desapariciones», pero ya daba igual. Clàudia y yo ya lo teníamos claro. Después de un concierto así, uno es un poco mejor.