Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Entrevista

Albert Boadella: "No puedes ser tan ingenuo como para creer que el librepensamiento no tiene contrapartidas"

"La presión a la que puede someterse un artista viene dada por la propia sociedad"

Albert Boadella: "No puedes ser tan ingenuo como para creer que el librepensamiento no tiene contrapartidas"

La profesión, con Franco, le ofrecería una vida más libre que el resto.

Sí, es obvio que la vida de un artista, si uno tiene ciertos niveles de miras, es de libertad. Si no, sería una vida de artista masoquista. La profesión aporta unos niveles anticonvencionales que permiten una vida muy excitante. En 1961, la vida de los que no se dedicaban a estas cosas tenía aspectos más grises. Para nosotros era una exaltación de todo esto. Es decir, jamás tuve una sensación de estar oprimido. Salvo que entraras en unos terrenos, no ya de militancia, sino de acción política, no había complicaciones. En los espacios de vida que no estaban sometidos a estos detalles, la vida era enormemente divertida. Quizá, también, porque yo tenía 20 años.

¿Es más difícil disfrutar de la libertad a los 76?

Las sensaciones no son las mismas, pero sí la de no tener barreras, salvo las físicas propias de la edad. En lo demás gozo de una absoluta libertad. Vivo de aquello que me pasa por la cabeza y muchas de las cosas las digo públicamente. Hay consecuencias, claro, porque cuando uno practica el librepensamiento no puede ser tan ingenuo de pensar que no habrá contrapartidas. Pero, en fin, también tienen su lado gozoso porque uno se da cuenta de que lo que dice, lo que hace, toca a mucha gente.

Cuando dice que la libertad real del artista es otra, ¿se refiere a la autocensura?

El problema está en los propios límites que uno se impone. Y sucede que en el momento en que uno necesita de la administración pública para su expresión artística tiene siempre el riesgo de entrar en un tributo de vasallaje, de autocensurarse para no tener problemas, para ser una persona que no presenta problemas. Si no necesitas los medios de la administración, es otra cosa. Ahí la autocensura sería un problema personal, una patología, miedo, cierta cobardía. No es que no quiera que le vea mal el poder político, sino que no le vean mal los vecinos, los íntimos.

¿Pero hay autocensuras inconscientes, no?

Hoy en día la presión a la que puede someterse un artista viene dada por la propia sociedad. Cuando uno entra en una obra en la que hay expresiones sobre la mujer, la homosexualidad o los fontaneros, puedes ser masacrado públicamente por esos colectivos en las redes. Eso ejerce una presión muy fuerte. Puedes ser crucificado públicamente por determinadas expresiones, y eso ejerce una coacción importante. El gran ejercicio inquisitorial no es el del código penal, reservado a cosas muy puntuales, sino la presión de muchos colectivos sociales.

¿Y la paradoja de este tiempo en el que las mayores «boutades» en Twitter conviven con la revisión políticamente correcta?

Cada época y sociedad coloca sus tabúes. Los de 2019 son distintos a los de 2000. Los tabúes con los que yo empecé han desaparecido. El de la religión. Hoy cualquier obra de teatro puede crucificar a Jesucristo del revés y convertir a la Virgen en una prostituta. Habrá algún colectivo de poca influencia que montará un escándalo, nada más. En cambio, se han colocado todos esos nuevos tabúes, como los animales, por ejemplo. Ya no los queremos ver ni en el circo, y como coloques uno en escena, la tienes montada. Ahora hay un muestrario de tabúes monstruoso, y cuando se toca un resorte, salta todo. Es la nueva censura, y no podemos olvidar que si hay algo esencial en el teatro es poner en juicio los tabúes. Ha sido así desde los griegos, que ponían en tela de juicio hasta a sus dioses. Esa es esencialmente la función de nuestro oficio.

El espectador también se comporta de otra forma en el teatro.

Sin duda. Por muchos motivos. Primero, porque puede ver ahora un suicido o un atraco en tiempo real, y esas cosas hacen que el espectador tenga la piel más gruesa. Eso, ser como un telediario, siglos atrás, formaba parte de nuestro oficio. Pero que eso se haya perito también es positivo, porque el teatro ha tenido que buscar su esencia más profunda, una representación de la realidad profunda, un ritual de la realidad que busca más las emociones sensoriales. Así debería ser, al menos. Y es curioso que la danza ha tomado ese camino. En toda la historia de la humanidad, no habíamos visto los grandes espectáculos de danza que vemos hoy. Jamás. Tiene una dimensión que no había tenido nunca. Es el arte que más ha evolucionado en el siglo XX y el XXI. Ahora un Romeo y Julieta de Prokofiev casi impresiona más que la obra de Shakespeare.

Compartir el artículo

stats