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Crítica de música

Nucci es Rigoletto

Leo Nucci como Rigoletto sobre el escenario de Les Arts. Mikel Ponce y Miguel Lorenzo

La función transcurría soporífera, aburridilla incluso. ¡Un Rigoletto más! La canónica y mal envejecida dirección de escena de Emilio Sagi, y más aún la neutra escenografía de Ricardo Sánchez-Cuerda y el vestuario tópico de Miguel Crespí apuntaban una tarde de rutina y bostezo. Tampoco prometía la dirección de Roberto Abbado, que comenzó plana y expeditiva. Pero pronto, como por arte de birlibirloque, todo se cargó de pulso e impulso verdiano, hasta acabar en una de las funciones en las que el maestro milanés y el Palau de les Arts más cerca han estado del olimpo. Pero el arte de birlibirloque tenía truco, y no era otro que el misterio insondable de la ópera, del Arte con mayúscula, impulsado por el genio de Leo Nucci (1942), quien se creció y contagió para imponerse sobre todo y todos hasta firmar una de las noches líricas más intensas y redondas vividas en el Palau de les Arts en sus convulsos trece años de historia.

Leo Nucci, un mozalbete que el pasado 16 de abril cumplió 77 años, volvió a ser el portento que esperaban todos. Su canto y expresividad, arraigados en la genuina tradición del universo verdiano, colmaron de gloria operística la sala principal del Palau de les Arts. No por cantar y actuar como cantó y actuó a sus increíbles 77 años, sino por ser un artista -permítase la expresión- «de raza». Como la Callas, Victoria, Fischer-Dieskau, la Varnay, Kraus, Schwarzkopf y no muchos más. Artistas capaces de convertir el canto y su secreto indescifrable en elemento esencial y casi único de la ópera. Cuando se canta así, cuando se interpreta así, importa un bledo lo que ocurre alrededor. Dentro de la escena y fuera también.

Bisó, claro, el dúo «Sì, vendetta» junto a la Gilda crecidísima por la estupenda compañía de Maria Grazia Schiavo. Fue el primer bis que se produce en el Palau de les Arts. Y el delirio, hasta el punto de que parte de la platea se puso en pie para brindarle una ovación de esas que marcan historia. Como la escuchada tras la imploración de Rigoletto/Nucci en la segunda parte de su interpretación del aria «Cortigiani, vil razza dannata», donde dictó una clase magistral de cómo utilizar, dosificar y ajustar los recursos.

La magistralmente perfilada escena de la muerte de Gilda -uno de los momentos escénicos mejor resueltos- marcó el final de una representación jalonada de aciertos, sabidurías y momentos memorables. El teatro se vino abajo y el maestro Nucci, sabio también en el arte de animar al público, redondeó y prolongó su actuación ya fuera de la ópera. Vida y arte. Llovieron festivos papelitos coloreados desde las alturas de los palcos, y el barítono se prodigó en gestos, abrazos, besos y reverencias a un público entregado y muy comprensiblemente enfervorizado. No en vano acababa de sentir el más genuino canto verdiano que hoy se puede escuchar sobre la faz de la tierra.

A pesar de haber debutado el papel de Rigoletto en 1973 y de haberlo cantando más de 500 veces, a pesar de ese poso insuperable, Nucci aborda al bufón con el entusiasmo y la entrega del debutante. Brinca sobre una sola pierna, salta de una plataforma a otra, se retuerce de dolor, rabia y rencor. No hace de Rigoletto, sino que se transfigura él mismo en el infortunado jorobado. Nucci es Rigoletto. Cuando escucha la maldita «maledizione» en labios de Monterone, el horror es común. Nucci vive y siente como propia la historia, y rompe cualquier barrera que pudiera interponerse entre personaje e intérprete. Cuando entona el «Pari siamo!» tras el decisivo encuentro con el sicario Sparafucile, en realidad se compara a sí mismo, es decir, con Rigoletto, o viceversa, con Nucci. ¿Quién es quién? Como la Tosca de la Callas, la Manon de Victoria, la Brunilda de la Nilsson o el Werther de Kraus.

Nucci fue el aliento y el impulso de esta representación que, hay que insistir, fue de menos a muchísimo más. El tenor tinerfeño Celso Albelo compuso un Duca di Mantova de envidiable salud vocal, estupendamente cantado, con florituras y alguna no inoportuna licencia. Enfatizó los perfiles belcantistas de este Verdi aún temprano. A tono con el frío ambiente inicial, comenzó reservado y precavido la difícil aria de entrada -la más que comprometida «Questa o quella»-, y se creció hasta coronar una «Donna è mobile» henchida de belleza vocal y fraseo verdiano.

La soprano Maria Grazia Schiavo, que ya coprotagonizó en el Palau de les Arts títulos como el accidentado Don Giovanni (Zerlina) que dirigió Lorin Maazel en diciembre de 2016 y en la inauguración del Teatre Martín i Soler, el 4 de junio de 2008, cuando cantó el oratorio Philistaei a Jonatha Dispersi de Martín i Soler dirigida por Ottavio Dantone, ha retornado triunfadora para dar vida a una Gilda que supo estar a la altura de Nucci, destemplada -como todos- en los inicios de la función y gran dramática en los dos últimos actos. Su correcto «Caro nome» fue el inició de su transformación vocal y teatral, y estuvo verdaderamente sobresaliente en el gran dúo con Nucci, cerrado con un brillante y bien colocado Mi bemol sobreagudo no escrito por Verdi, pero que sienta de maravilla a la partitura. Lástima que en el bis no corriera la misma suerte.

Marco Spotti -otro buen cantante frecuente en la escena de Les Arts- es una voz hermosa y potente, que él maneja y proyecta con pericia y sensibilidad, aunque carece del cuerpo grave y profundo que requiere la vocalidad del personaje. Como era previsible, el famoso Fa gravísimo que cierra su tenebroso dueto con Rigoletto («Quel vecchio maledivami!») casi ni se escuchó. Brilló con su buen canto la mezzosoprano Nino Surguladze, una Maddalena de espléndida presencia escénica, que cargó de empaque su personaje, que en esta producción es, además, amante incestuosa de su hermano Sparafucile. Bien en verdad la corrupta y bien configurada Giovanna de Marta Di Stefano y la Contessa di Ceprano de Olga Syniakova.

Los hombres del Cor de la Generalitat lucieron su acostumbrada calidad. La Orquestra de la Comunitat Valenciana sonó con corrección y mucha brillantez bajo la dirección experta de un Roberto Abbado que se desenvuelve como pez en el agua en estos verdis tempranos. Dirigió con pulso, convicción, autoridad, generosidad, conocimiento y dominante sentido dramático. Y arropó y cuidó con mimo y primor a la estrella que tenía sobre el escenario. Fue, definitivamente, el gran Rigoletto de Leo Nucci. ¿O de Verdi?

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