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Crítica musical

Joven-viejo amigo

Joven-viejo amigo

Obras de Ginastera, Mozart

y Copland

palau de la música

Orquesta de València. Director: Carlos Miguel Prieto. Solista: Julian Rachlin (violín). Lu­gar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1.600 personas. Fecha: Viernes, 10 mayo 2019.

Joven-viejo amigo del Palau de la Música y de sus gentes de la Orquesta de València, el violinista, viola y director de orquesta Julian Rachlin volvió el viernes al auditorio valenciano inmerso en una madurez que ya se veía venir cuando siendo aún casi niño deslumbró con sus grabaciones de conciertos para violín de Saint-Saëns y Wieniawski dirigido por Zubin Mehta. Nacido en Vilnius en 1974, Rachlin es hoy, a sus 44 años, un artista cuajado, heredero orgulloso de unas tradiciones -rusa y vienesa- que él hace propias y que asomaron con nitidez e intensidad en su visión expansiva, extravertida, cantable y brillante del Tercer concierto para violín de Mozart, emotivamente dicho y desgranado en el matizado Adagio central, y que contó con el punto culminante de un rondó final enfatizado en sus aristas más populares y rítmicas por la virtuosa sonoridad que Rachlin extrae de su Stradivarius «Ex Liebig» construido en 1704.

Si en su temprano debut con la Orquesta de València en abril de 1996 -con el Tercero de Saint-Saëns- fue acompañado por Enrique García Asensio, en esta ocasión lo ha sido por el mexicano Carlos Miguel Prieto (1955), miembro de una de las sagas más prestigiosas, musicales e influyentes de la legendaria vida cultural del país azteca. Brindó un acompañamiento que por su sonoridad opulenta y generosa apuntaba más al futuro romanticismo que al puro clasicismo que envuelve el concierto. Rachlin, que no se anda con cuitas historicistas, se mostró a gusto con una visión orquestal que encajaba como anillo al dedo con su brillante Mozart. Quizá como contrapunto y contraste, volvió a los orígenes de todo con el regalo fuera de programa de un Bach sopesado y quieto que delataba su labrada madurez.

Carlos Miguel Prieto, cuyo aspecto espigado y sobre el podio tanto recuerda al inolvidable Ígor Markévich, es maestro de exquisitas maneras y evidentes suficiencias. Su cultura y depurada educación marcan la postura ante la música y también ante los músicos que dirige. Se percibe en la gestualidad, pero también en un criterio estético que nunca es baladí; en un modo de hacer que traspira cercanía y conocimiento. Como ocurrió con la obra que abrió el programa, las Variaciones concertantes escritas por Alberto Ginastera en 1953 y estrenadas precisamente por Ígor Markévich en Buenos Aires el 2 de junio de aquel año de bonanza en la capital argentina.

Adscritas a su segunda etapa creativa, e inmersas, por tanto, en el periodo que el propio Ginastera denominó «nacionalismo subjetivo», Prieto dio vida a una visión de alto empaque conceptual y acústico, que hizo posible, con su templado buen hacer, que los profesores de la Orquesta de València dieran lo mejor de sí en una obra en forma de variaciones en la que cada uno de sus doce números cumple un muy específico destino instrumental solista. Se lucieron y mucho todos, con especial relevancia por sus concretos cometidos la arpista Luisa Domingo, el violonchelo de Iván Balaguer, el contrabajo de Francisco Catalá, la viola de Santiago Cantó y el violín concertino de Anabel García del Castillo. También, el resto de solistas: los cuatro de viento madera, los de metales y el timbalero Lluís Osca.

La segunda parte estuvo toda ella dedicada a la vacua y soporífera Tercera sinfonía de Copland, un tostón de cuidado claramente inferior a otras piezas del compositor estadounidense, como Primavera apalache, El salón México o el Concierto para clarinete. Ni el exquisito y meticuloso trabajo de Prieto -que con su tranquilo buen oficio salvó algún momento de desconcierto en la orquesta-, ni la entregada implicación de los atriles de la OV pudieron aportar algo a la nada. Muchos aplausos y hasta bravos al final del tostonazo. Copland, que era un zorro y sabía latín, pone decibelios y mete caña en los últimos pentagramas para jalear al respetable. Pero más allá de los fatuos fuegos artificiales, el éxito, en esta ocasión, fue de los intérpretes y no del compositor ni de sus programadores, empeñados en colonizar con las músicas de Copland, Elgar and Cia en lugar de mostrar el rico y muy superior patrimonio sinfónico valenciano y español. ¿Para cuándo, por ejemplo, una Sinfonía Aitana de Óscar Esplá o de Chapí, Palau y tantos otros grandes de verdad? ¿Para cuándo una obra maestra como El sombrero de tres picos o la Sinfonía Sevillana?

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