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Crítica musical

El riesgo del reto

«Las bodas de Figaro» palau de les arts

De Wolfgang Amadeus Mozart. Repar­to: Robert Gleadow (Figaro), Sabina Puértolas (Susanna), Andrzej Filo?czyk (Conde), María José Moreno (Condesa), Cecilia Molinari (Cherubino), Susana Cordón (Marcellina), Valeriano Lanchas (Don Bartolo), Joel Williams (Don Basilio), Vittoriana De Amicis (Barbarina). Director de escena: Emilio Sagi. Escenografía: Daniel Bianco. Vestuario­: Renata Schussheim. Cor de la Generalitat Valenciana. Orques­tra de la Comunitat Valenciana. Director de coro: Francesc Perales. Direc­ción musical: Christopher Moulds. ­

Abordar una obra maestra tan redonda, directa, alejada de lo superfluo y cargada de referencias excelsas como Las bodas de Figaro es siempre una aventura arriesgada para cualquier teatro. Drama y música al más alto nivel. El nuevo Palau de les Arts de Jesús Iglesias no ha eludido el reto y se ha adentrado en él de la mano escénica de Emilio Sagi y musical del correcto -y no más- maestro inglés Christopher Moulds. Para completar esta nueva recalada del magistral titulo mozartiano en el Palau de les Arts (ya se estrenó en la Sala Principal en 2008, con Tomáš Netopil en el podio, y en el Teatre Martín i Soler, con Andrea Battistoni, en 2011), Iglesias y su equipo han aglutinado un disímil reparto vocal en el que únicamente destacó con luz propia la Condesa de la soprano granadina María José Moreno (Castilléjar, 1967).

Significativo es que hasta el tercer y penúltimo acto nada relevante ocurriera en una ópera tan plagada de momentos memorables. La magia de la ópera llego cuando la Moreno entonó el aria «Dove sono i bei momenti» con la emoción, convicción vocal y efusión que tanto estaba faltando en la velada mozartiana y que la convirtió en única reina de la noche. Fue el primer y quizá único momento verdaderamente memorable de la función. Ni siquiera ella, en el otro prodigio que le regala el salzburgués, el aria «Porgi amor» que abre el segundo acto, había logrado subir la tibia temperatura emocional de una función anodina que, paradójicamente solo al final, precisamente en el nocturnal cuarto acto, logró alcanzar cierto brillo y luminosidad, fundamentalmente merced a la buena resolución que hace Sagi del dramáticamente complicado final de la ópera, aliado con la escenografía de Daniel Bianco y la iluminación de Eduardo Bravo.

Todo transcurría con convencional corrección. Desde la primera escena, con la típica cama, el aireado colchón de lana y el más que famoso «Cinque€ dieci€ venti€ trenta» de Figaro, Sagi establece un marco escénico intensamente realista. Una reivindicación del costumbrismo decimonónico de Valeriano Domínguez Bécquer o Antonio Cabral Bejarano, que igual sirve para unas Bodas de Figaro que para Carmen, El Gato Montés -no falta en estas Bodas la referencia taurina- o una representación de los Quintero. Geranio, abanico, peineta y botijo. ¡Olé!

Sagi elude la recreación para seguir al pie de la letra la acción escénica de genio dapontiano. Como ya hicieran con pareja fineza Ponelle, José Luis Castro y algunos otros directores de escena. Es un planteamiento quizá ideal para una primera aproximación a la obra maestra, pero que acaba resultando tedioso para quien haya visto mil y una veces lo mismo. Todo, desde las conocidas bofetadas, a los embrollos ingeniosos, al Cherubino oculto bajo la cama, a la meninizada Marcellina o a la demasiado caricaturesca enfatización de los rasgos de cada personaje se percibe déjà vu. El bien trazado y materializado trabajo de Emilio Sagi es tan riguroso y fiel como previsible y estereotipado. La escenografía costumbrista de Bianco y el cuidado y vistoso vestuario de Renata Schussheim redondean el calibrado resultado global, realzado por la pertinente iluminación de Bravo. Sobresaliente la bien resuelta escena del fandango, con un ajustado pero preciso cuerpo de baile.

Vocalmente, junto a la incuestionable reina de la noche María José Moreno, hay que señalar el trabajo de la soprano Sabina Puértolas, una Susanna pizpireta y ágil, bastante más brillante escénica que musicalmente. Su ininteligible dicción recordaba a la inolvidable Caballé. Cecilia Molinari defendió un candoroso pero poco ardoroso Cherubino cuya mayor virtud fue que su caracterización recordara visualmente y desde lejos a la figura ya hoy legendaria de Brigitte Fassbaender. En ninguna de sus dos prodigiosas arias -«Non so più cosa son»; «Voi che sapete»- logró conmover al frío trencadís de las paredes de Palau de les Arts.

Tampoco el difuminado Figaro del barítono-bajo torontiano Robert Gleadow ni menos aún el joven Conde del barítono polaco Andrzej Filo?czyk (1994) pasarán a la historia. Sus no muy estilizadas líneas de canto y la falta de intención, empaque e intensidad en los mil detalles de la partitura y del cuidado libreto en absoluto aportaron interés a sus llanas encarnaciones. Discreto el parodiado y muy caracterizado personaje de Bartolo del bajo colombiano Valeriano Lanchas. Como de costumbre, la sirvienta Barbarina se creció en su gran momento, al inicio del cuarto acto, cuando canta el prodigio de «L'ho perduta, me meschina», aria bien entonada por Vittoriana De Amacis, del Centre de Perfeccionament Plácido Domingo. Un lujo la presencia del bajo Felipe Bou en el papel del borrachuzo Antonio.

Tras el receso estival, la Orquestra de la Comunitat Valenciana volvió a sonar tan estupendamente como casi siempre, en esta ocasión bajo la convencional pero idiomática dirección de Christopher Moulds, que aplicó tiempos, acentos y detalles tan precisos como exentos de magia sonora o melódica. Cómo también el Cor de la Generalitat en su puntual intervención. Sobresaliente el fortepiano de Bernard Robertson y los atrevidos y arriesgados subtítulos de Anselmo Alonso, cuya muy personal traducción hubiera encandilado al mismísimo Lorenzo Da Ponte.

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