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Fuera de compás

Gracias, cd

Anuncio de los primeros «walkman» en los 80. l-emv

Dice la industria discográfica norteamericana que en la primera mitad de 2020 se han vendido más vinilos que cedés, algo que no ocurría desde 1986. Que el confinamiento ha cambiado nuestras costumbres para comprar y escuchar música. Que aparte de la tradicional nostalgia tan apegada a los fanáticos del rock, al estar encerrados en casa hemos tenido tiempo y ánimo para jugar con nuestros platos y nuestros plásticos de manera más relajada. Y que, para acabar comprando música por internet, hemos escogido el vinilo en detrimento del disco compacto porque, total, hemos gastado como un mecherito y nos hemos podido dar algún capricho. El casete mató al vinilo, el compact asesinó a la cinta, el mp3 los masacró a todos groseramente, sin respeto ni compasión, pero desde hace unos años la vuelta del elepé es tendencia. Se escuchaba mejor, decían, porque cabía más información sin comprimir que en el cedé, donde se perdían armónicos y otros matices. El láser corrompía el espíritu original que los músicos insuflaban en los surcos. Obviamente, las portadas eran más grandes y, si la edición era original, tenías entre las manos un pedazo de historia. Y el ritual de pasarle el cepillo, depositarlo en el plato y dejar caer la aguja con cuidado era casi extático. Todo muy bonito, pero necesitabas espacio, oído y un equipo decente. Incluso una buena edición, porque luego resultó que entre las de una discográfica y otra existía una abrumadora diferencia de calidad. Molaba, pero era engorroso y yo nunca fui fetichista. El compacto era fácilmente transportable. Con seis o siete buenas recopilaciones, que sin estuches no abultaban más que un libro o un paquete de tabaco, montabas una fiesta de horas en cualquier sitio, porque en todos lados había un reproductor.

Llevaban dentro unos cuadernillos llenos de fotos y de información valiosísima en una época en la que internet era una alucinación marciana. Se podía piratear en otros cedés. Te daba la oportunidad de acceder a música que era imposible conseguir en vinilo. Y se oía muy bien. Consumí mucha cinta porque escuchaba casi toda mi música a través del walkman. Gastaba tanto en pilas que temía ser el blanco de una acción de Greenpeace. Compraba vinilo o cedé y lo pasaba a casetes, grababa en ellas los elepés que me prestaban. Iba a estudiar en metro y en autobús, no tenía habitación propia y el tocadiscos estaba en el comedor, con la tele y el resto de mi familia. Llegó el discman y compré compactos compulsivamente. Gracias a las series medias y a las reediciones gané tiempo y dinero, pero perdí distinción y romanticismo por el camino. Abandoné el plástico durante lustros, regalé buenos discos a buenos amigos. Mis coches ya llevaban reproductor de cedé, la espiral descendente era imparable. Además, se dejó de publicar mucha música en plástico. Ahora nos arreglamos con el móvil, el mp3 y unos altavoces con Bluetooth. Los discos duermen en cajas de cartón, junto al plato y al reproductor láser porque, a nuestro pesar, también son juguetes para los más pequeños. Y a diferencia de los mayores, los tratan sin ningún cuidado.

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