Desde hace siete meses vivimos en un paisaje medio a oscuras, como esa cara oculta de la Luna que cantaban los Pink Floyd. El bichito con nombre de mascota familiar ocupó nuestra vida, una vida que alguien, en un alarde eufemístico que asusta, había llamado normal y se había quedado tan tranquilo. El pequeño y juguetón Covid entró en nuestro tiempo con la risa chillona de aquellos Gremlins que, cuando los veías aparecer en la pantalla, no sabías si te estabas riendo de verdad o para no cagarte de miedo.

A partir del día en que el intruso entró en nuestras vidas sin pedir permiso, todo se puso patas arriba. El mundo entero, y sobre todo la parte más poderosa de ese mundo, veía que su poder no era nada comparado con el del microscópico animalito que, sin dar tregua, se iba transformando en uno de aquellos monstruos de H. P. Lovecraft que nos dejaban clavados en el asiento, sin atrevernos a salir de casa por si nos alcanzaban sus zarpas peludas y nos dejaban como un muñeco de trapo pasado por la centrifugadora.

Luego nos recluyeron como en los conventos de clausura y sucedió un fenómeno sobrenatural: en la calle nos acechaba el pangolín frotándose las manos y en casa afilaban sus garras las televisiones para escupirnos a la cara que no teníamos salvación. Ya no se trataba de un programa especial para informar de la pandemia. Es que toda la programación, mañana, tarde y noche, era sólo para eso. Y así todos los días, todas las semanas, todos los meses hasta ahora mismo.

No te conceden un minuto de sosiego. Están siempre ahí, como un dios perpetuo y asfixiante que no te deja respirar, como un carcelero que te acompaña al baño para que no te fugues, como tu peor aliado contra el miedo. Porque el miedo ya no es el que te provoca el virus, sino el que te agarrota el ánimo cuando enchufas la tele y ves cómo presentadores, epidemiólogos (nunca hubiera imaginado que teníamos tantos) y tertulianos se han convertido en Godzilla. Todo el tiempo se lo pasan dando inacabables cifras de contagios y de muertes, de fiestorras tutiplén y niños que miran lo que pasa como si lo que pasa fuera un espectáculo de marionetas en los tiempos de William Shakespeare, de ciudades sumergidas en el llanto como si hubieran perdido la biblioteca de Alejandría en el remolino de una catástrofe más grande que la que provocó la extinción de los dinosaurios.

Es imposible que podamos gestionar toda esa información. Son datos y más datos que se amontonan en nuestro cerebro y al final lo que nos queda es sólo una idea: estamos más perdidos que Carracuca. Ni un refugio antinuclear es sitio seguro cuando el bicho mira por la cerradura y te dice, con la risa burlona del triunfador en la batalla, que se va a enterar de lo que vale un peine esa falsa fortaleza de la arrogancia capitalista. Las televisiones (sobre todo las de más audiencia) se han apuntado a extender el pánico, como si la información fuera lo mismo que confundir al público para llenarlo de miedo y pedir a grito pelado que alguien lo salve como sea. Por eso llegan los conspiranoicos y los gurús antivacunas y se ponen a salvarnos con sus consignas mortíferas, unas consignas que llevan a mucha gente a la muerte, como en un aquelarre de brujería desatada en los tiempos de maricastaña.

La televisión es como la casa entre brumas de Psicosis o el hotel embrujado de El resplandor. O como el túnel de la bruja. Al rato de estar delante de la pantalla, ya no sabes si lo que te va a salir es el emoticono del Covid o la madre de Norman Bates acuchillando a Janet Leigh en la famosa escena de la ducha. O las gemelas del hotel, como unas Pili y Mili del horror, plantadas con cara asesina en el pasillo de tu casa. Vivimos asustados desde que nos levantamos por la mañana hasta que el sueño nos vence por las noches. Un sueño, por cierto, que ya no será un sueño, sino que la tele habrá convertido en la más inquietante y terrorífica de las pesadillas.