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"¡Qué lejos ayer!"

«¡Qué lejos ayer!»

Al final, quedamos en el Palau de les Arts bastantes menos de lo que estábamos cuando comenzó la función. En esta herida España nuestra, siempre será más célebre Manolo Escobar que Victoria de los Ángeles. A pesar de ello, de la desbandada de un sector del público que quizá esperaba encontrarse una nueva Tosca y se topó sin anestesia con el mundo opresivo de Samuel Beckett musicado por György Kurtág (1926), el estreno en España de la sobrecogedora ópera Final de partida es por sí mismo un acontecimiento de primer orden en la vida musical española. Obra radicalmente excepcional, ha llegado solo dos años después de su estreno absoluto en la Scala de Milán, el 15 de noviembre de 2018. En la misma producción y con los mismos cantantes y maestro. Acontecimiento.

«Estoy realmente emocionada por haber podido disfrutar en directo de esta gran ópera (menos mal que se han ido todas las personas de mi alrededor que hablaban sin parar, enviando mensajes por el móvil, mirando fotos, etcétera…). Dirección orquestal impecable, orquesta perfecta, escenografía que atrapa y unos cantantes de primera fila, con un nivel actoral altísimo. Enhorabuena a todos los implicados». Poco tiene que añadir el crítico a tan precisas y directas palabras, publicadas por una conocida melómana en su Facebook.

Cuatro personajes hartos de sí mismos, agotados de todo, esperando un desenlace que no llega, en el terrible final de partida de la vida. Confinados en sus amargores y amarguras. Se supone que en alguna casucha al lado de algún mar. Sombrío, desesperante. Teatro también del absurdo. ¡Beckett! Maravillosamente tratado por el genio escénico de Pierre Audi, para quien este trabajo es un «sueño utópico». Audi, como él mismo dice, «ha reinventado un mundo», y para ello ha acentuado los rasgos más expresionistas e incluso surrealistas y tenebrosos. Como una pintura negra de Goya. Ha agrandado el espacio opresivo y plantado a los cuatro personajes fuera de la casucha, con lo cual el entorno opresor, abierto y siempre negro, lúgubre incluso, no da pábulo a la posibilidad de escapar, de salir.

No hay autocracia más pavorosa que la que no tiene rejas ni cadenas, como la que sufren los cuatro personajes que participan en este inquietante Final de partida, que va más allá de que estén confinado en una silla de ruedas (Hamm), eternamente de pie como su sirviente Clov, o metidos sin piernas ni casi cuerpo en sendos cubos de basura sus padres (Nell y Nagg). Condenados, en esta definitiva partida final de la vida, a convivir hasta el último instante, en una nueva vuelta de tuerca a la maldición del wagneriano Holandés errante, forzado a surcar eternamente los mares.

El espectador, al menos el espectador empático –no los del móvil y las fotos-, acaba haciéndose cómplice de los personajes, de sus angustias, miserias y desesperación. El excepcional texto de Beckett ha sido respetado escrupulosamente por Kurtág, quien ha envuelto el único acto de la trama en una sucesión de «escenas y monólogos» en la que los personajes cantan, gritan, se enrabietan y desesperan. Sufren y viven. Incluso Nell y Nagg intentan un beso (por supuesto) fallido. También hablan y conversan de lo divino y de lo humano. Del ayer, hoy y mañana. «¡Qué lejos ayer!», dicen.

Apuntes, destellos, punzadas, odio y amor, ternura y asco. Nostalgias y sueños. ¡La vida misma! Pierre Audi cristaliza un trabajo escénico fascinador, radical, sin paños calientes y ajustado literalmente al guión de la ópera. Subraya y enfatiza también la música de Kurtág, tan personal, tan nueva y -permítalo el lector- también tan clásica, tan entroncada no únicamente en el siglo XX, sino en la gran historia de la ópera. ¡No están tan lejos Monteverdi o los dramones veristas! Los efectos onomatopéyicos, la orquestación empeñada en lucir los infinitos colores y registros de la paleta orquestal, o el tratamiento vocal – en absoluto ajeno al Sprechstimme del schönberguiano Pierrot Lunaire- son detalles que Kurtág incorpora a su inconfundible lenguaje. Inolvidable la impresionante escena final, donde el talento orquestador del compositor húngaro –sus 94 le han impedido desplazarse a València, como tampoco pudo hacerlo hace dos años a Milán, para asistir al estreno absoluto- parece expresamente rendir homenaje a la tradición operística.

Audi basa la dirección escénica en una mucho más que eficaz escenografía de Christof Hetzer, autor igualmente del pertinente vestuario. Todo se centra en la casucha, en torno a la cual transcurre una acción en la que cada escena presenta una nueva perspectiva, un nuevo ángulo. La iluminación de Urs Schönebaum aprovecha los espacios abiertos y recurre con calculada precisión al juego de las sombras y siluetas proyectadas de los personajes, casi como sugiriendo una segunda lectura escénica de la acción. El Teatro Negro de Praga asoma desde la escena inicial. Un trabajo redondo y magistral desde el punto de vista escénico y también musical. Un tenebroso mundo en blanco y negro en el que, paradójicamente, todo brilla con fuerza estremecedora.

Los cuatro cantantes estuvieron definitivamente soberbios. Actoral y vocalmente. Es difícil imaginar una interpretación más convincente y subyugante. Como también la respuesta de los profesores de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, que a pesar de surcar territorio ajeno lució sus calidades individuales y colectivas en una partitura desnuda y plagada de trampas y dificultades. El maestro Markus Stenz, que también dirigió el estreno en la Scala de Milán y luego en Ámsterdam –únicas ciudades, junto ahora con València, en las que ha podido disfrutarse esta obra maestra del siglo XXI y de la historia de la ópera- clarificó y encauzó escena y foso en un trabajo concertador minucioso, eficaz, preciso e involucrado con la escena. Éxito sin peros tras la gran noche ópera. Los pocos que quedamos, aplaudimos y braveamos con entusiasmo orgulloso.

Pasaban ya la diez de la noche, y, como cenicientas del siglo XXI, todos salimos pitando a casa. La calle, solitaria y apagada, parecía una prolongación de la escena. «¡Qué lejos ayer!».

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