Lo que no se nombra no existe. El olvido se alimenta de lo que no nombramos. La memoria necesita nombres para no convertirse en un secarral, como la extensión ilimitada de un desierto. El día 30 de octubre de 1910 nació en Orihuela el poeta Miguel Hernández. Desde muy joven, quiso ser eso: poeta. Aquel tiempo estaba lleno de poetas excelentes. La Segunda República curtió inquietudes culturales que decidieron destinos sagradamente laicos en el mundo de la poesía. Nombres que hicieron historia con sus versos, con el compromiso social con la gente y con la poesía, con sus voces levantadas al aire inquieto de las plazas públicas. El joven Miguel no pertenecía a ese mundo, a esas plazas, a esos nombres que para él estaban tan lejanos como la más lejana de las estrellas. Pero tenía clara su vocación y en Madrid probó la suerte de quienes se niegan a aceptar un destino fabricado de antemano. Algunos de esos grandes nombres no le hicieron puñetero caso, lo ignoraron como a un cateto de pueblo. Lo acogerían García Lorca, Neruda, sobre todo Vicente Aleixandre: «Con ellos me he sentido más arraigado y hondo, / y además menos solo…» Lo tuvo difícil, siempre. Luego llegó la guerra, la maldita guerra tras el golpe de estado fascista de 1936. La maldita guerra.

Los versos de Miguel Hernández armaban de esperanza las trincheras. No se quedaban en la retaguardia. Eso hoy tan depreciado que se llama pueblo era la raíz más honda de su poesía. Los ruidos de la metralla, la huella del horror en la sangre que va llenando de rabia los caminos, el infinito amor en el recuerdo de la mujer amada, del niño anclado «fatigosamente» a los surcos resecos de la tierra. Después de la guerra, llegaría la victoria. Como en «Las bicicletas son para el verano», cuando, en un Madrid convertido en ruinas, el hijo adolescente le dice al padre que su madre estará contenta porque al fin había llegado la paz. Y el padre le contesta, con los ojos llenos de miedo y de tristeza: «no, Luisito, lo que ha llegado no es la paz, es la victoria». La vida de Miguel Hernández fue a partir de esa victoria una vida vivida en las cárceles. La ayuda de algunos amigos lo liberaban, pero al poco rato ya había vuelto de nuevo a la lóbrega condición de los presidios. Pasó por muchos de esos presidios. En uno de ellos, otro preso, Antonio Buero Vallejo, le hizo el retrato que se ha hecho famoso. La salud se le resquebrajaba en el cruelísimo itinerario de las cárceles: «Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio», escribe. Finalmente, Miguel Hernández muere en la prisión de Alicante el 28 de marzo de 1942. No había cumplido los treinta y dos años.

El tiempo pasa y los relojes andan desganados. El nombre de Miguel Hernández, poeta y comunista, no les hacía ninguna gracia a los vencedores, y sigue sin hacerles gracia a sus herederos. Por eso han hecho todo lo posible -y lo seguirán haciendo- por borrarlo de la historia de la poesía y de nuestra memoria. Recuerdo aquí los versos que a su muerte le dedicó su amigo, y Premio Nobel de Literatura, Vicente Aleixandre: «Tu hermoso corazón nacido para amar / murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente / acuchillado de odio». Lamentablemente, ese odio que acabó con su vida sigue entre nosotros, en este país nuestro que no acaba de romper con el franquismo. Aquí un ejemplo: el Ayuntamiento de Madrid, en manos del PP y Ciudadanos con el soporte de Vox, borró hace poco los versos del poeta en el cementerio de la Almudena, junto con los nombres de miles de represaliados por la dictadura. Hace sólo unas semanas hicieron lo mismo con los nombres de los socialistas Indalecio Prieto y Largo Caballero: ¿por qué ese rencor sucio, interminable? El viernes pasado, 30 de octubre, se cumplieron ciento diez años del nacimiento de Miguel Hernández. Ya sabemos que lo que no se nombra es como si no hubiera existido. Por eso, lo vamos a seguir nombrando para que no se lo lleven los vientos oscuros del olvido. Miguel Hernández, poeta, Miguel Hernández, poeta… y así hasta el infinito. ’