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Crítica teatral

Bárbaro Echanove

Juan Echanove junto al elenco de «La fiesta del Chivo». | L-EMV

No me sorprende que algunos espectadores esperen después de la función la salida de Juan Echanove para regañarle. Es justo el sentimiento que te queda tras la bajada del telón. Su representación del dictador dominicano Rafael Trujillo es tan real que llegas a detestar incluso al intérprete que lo personaliza. Eso dice mucho a favor de la talla de actor de Echanove, seguramente uno de los mejores del momento. Cuando lees la novela homónima de Mario Vargas Llosa ya sientes repulsa hacia el tirano caribeño, y esperas su fin en la lógica planificación de su asesinato que tan bien describe el Nobel en ‘La fiesta del Chivo’ (Alfagura, 2000). Pero Carlos Saura ha elegido centrar la fuerza dramática en una de las tres historias que mezcla Vargas Llosa en su libro, la de Urania Cabral, la hija de un senador del régimen depurado que vuelve a República Dominicana tras muchos años en Estados Unidos para visitar a su enfermo padre. Su trágico recuerdo enlaza con todas las atrocidades que sufrió el país en manos de un sátrapa, frívolo y putero. Trujillo fue entrenado por los Marines durante la ocupación estadounidense, y luego se convirtió en el mandamás de la represora Policía Nacional dominicana, que le llevó a la comandancia del Ejército Nacional, como paso previo al máximo poder.

Sin más ideología que el culto al poder, Echanove se mete en la piel y en los diferentes trajes que encarnó el «benefactor de la patria» dejando claro que cuando alguien, aún hoy, se declara nacionalista patriótico hay que empezar a ponerse en guardia. Los recursos escénicos que exhibe el actor son para guardar en la memoria mucho tiempo, bien acompañado en el reparto, con la actuación estelar de Lucía Quintana, en el papel de Urania. El último monólogo de ella y la escena final de ambos debería de ser obligatoria en las escuelas de actores. La elección de contar la historia de la sangrienta dictadura dominica a través de la voz de una mujer prisionera de su recuerdo, pone ante el espejo que el autoritarismo siempre va unido al uso del sexo como abuso y sometimiento al poder, con sus disfunciones físicas y mentales asociadas.

La noche del martes 30 de mayo de 1961 fue ajusticiado el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina, apodado ‘El chivo’, en la avenida George Washington cuando se dirigía a su casa en San Cristóbal. Vargas Llosa cita la letra de «Mataron al chivo» al inicio de la novela. La pieza, que se convirtió en un himno en el país tras la decapitación de la tiranía, dice: «Mataron al chivo y no me lo dejaron ver». Lo que no pueden dejar de ver es esta obra.

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