E l minutado de mi vida concluiría que he escuchado más a Lennon, Dylan, Weller, McGuinn, Young o Davies que a mi propio padre. Él curraba jornadas de catorce horas, había días en los que no coincidíamos en casa, y ellos siempre estaban conmigo. En los auriculares, andando o metido en la cama. En un radiocasete en el baño. En el bus, el metro o el coche mientras iba a estudiar. Emitiendo a todo volumen sus mensajes de amor, odio, rabia y frustración en mi cuarto, en casas de amigos, en conciertos, bares y discotecas.

Así que ya ven cómo se puede establecer una serie de estrechas relaciones de confianza, admiración y cariño con gente que jamás conocerás porque, en el mejor de los casos, ya habían muerto antes de que tú nacieras. En el peor de ellos, los viste morir. Y llegados a este punto comprenderán que, en algunas ocasiones, el disgusto fuera mayúsculo, como cuando fallecieron Reed, Cohen o David Bowie. Figuras paternas que, sin planteárselo, repartieron más cariño o sabiduría que padres reales como Joe Jackson, Murry Wilson o Marvin Pentz Gay, unos cabrones insensibles y maltratadores que jamás supieron apreciar lo que tenían en casa.

Aun así, sería tan estúpido afirmar que me educaron ellos como negar que mi viejo fue una persona fundamental en la transmisión de valores. Dicho esto, tampoco sería honesto negar la evidencia. Las canciones y las biografías de estos elementos fueron determinantes para forjar la personalidad del ser humano que, mejor o peor, soy ahora.

La educación emocional que adquirí de ellos fue responsable, en gran medida, de mis aciertos, pero también de mis fracasos y tropiezos. En esos oscuros momentos, los habitantes de mi panteón me ofrecían consuelo, pero el que me sacaba del atolladero era mi padre, esforzándose por comprenderme y derrochando paciencia. Soy romántico sí, pero no un idiota desagradecido. Él llenaba los platos, no Elvis Costello. Nunca faltó nada en casa, tuvimos libertad, amor, respeto, cultura, buenos consejos, sentido del humor y caprichos. Nunca fue estricto ni autoritario cuando nos inculcaba sus lecciones de vida y soportó con serenidad y un aplomo no exento de ironía las trastadas con las que todavía hoy le pagamos sus sacrificios.

Llega el Día del Padre y, contradiciendo a Leonard Cohen, no estoy herido. Tengo la gran suerte de que mi viejo aún viva. Y ojalá sea por muchos años. No paraba mucho en casa, pero cuando estaba y lográbamos conectarnos en una buena conversación, esos seis minutos eran mejores que los de «Like a rolling stone».

Los ratos que pasamos juntos haciendo cualquier cosa, comer, viajar, ir al fútbol, a los toros, construir un bungalow, poner inyecciones, visitar un museo o plantar naranjos tenían, además, la magia de la actuación en directo, única e irrepetible. Irreproducible a menos que echaras mano de los mecanismos de la memoria que, inevitablemente, acaban convirtiendo la historia en leyenda. Lo mismo que en aquella peli con Lee Marvin, James Stewart y John Wayne, entre los que mi padre, con su sombrero y a pesar de su bigote, no desentonaría ni en un solo fotograma.