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Crítica

Alma de artista

El artista alemán René Pape.

Hace muchos años ya que el bajo sajón René Pape (Dresde, 1964) es el cantante por excelencia de su profundo registro vocal. Heredero de una gloriosa saga que abarca nombres como Hans Hotter, Gottlob Frick, Ludwig Weber, Martti Talvela, Kurt Moll o Matti Salminen, Pape ha regresado al Palau de les Arts (en marzo de 2008 ya cantó el Réquiem de Verdi, con Lorin Maazel) para dejar constancia de su categoría vocal y artística con un recital sin concesiones centrado en esa cumbre del repertorio checo y universal que son las Canciones bíblicas que compone Antonín Dvorák en Estados Unidos, en marzo de 1894, en las que combina su cercanía con el Lied alemán con elementos propios del folclore bohemio y de los espirituales negros que tanto le fascinaron. Escuece sentir estos reflexivos y pacifistas salmos tan cercanos a la mejor cultura judía en los mismos días en que los misiles israelíes agreden y matan al hermano e indefenso pueblo palestino. El mundo del revés.

Uno a uno, René Pape revivió los diez salmos bíblicos que inspiran el ciclo con la plenitud de su voz intensa, diversa y de fiato tan sorprendente como el derroche de registros, colores y acentos que emana de un alma de artista que dramatiza y esencializa la obra de arte para trasladarla y compartirla así con el espectador sensible. Pape y el artista que en él habita transitan por la partitura y sus textos desde una interiorización exenta de afectación y manierismos. Sutileza, refinamiento e introspección marcaron una versión también cargada de intensidad, dramatismo y vivencias.

Luego, después del final un puntito «¡Viva Cartagena!» que cierra el ciclo -los 72 alegres compases en Fa mayor del salmo Zpívejte Hospodinu píseñ novou-, y de adentrarse en las preciosidades tardorrománticas de las tres canciones sobre textos de Shakespeare de Roger Quilter, Rene Papé y su pianista y paisano Camillo Radicke -algunos recordamos el estupendo acompañamiento que éste brindó al también dresdediano barítono Olar Bär en el Palau de la Música, el 9 de enero de 1995- clausuraron el programa con melodías de ese otro gran liederista que es Jean Sibelius. De la elucubración bíblica y la evocación shakespeariana volaron de la mano de Sibelius a la sencillez romántica y laica de los amoríos de una jovencita, la contemplación de un atardecer o a las resonancias nacionalistas del poema Finlandia.

El detalle de la palabra, de la silaba, el respeto escrupuloso a la más mínima regulación dinámica o articulación, el sentido fraseológico y unitario de música y texto elevaron la temperatura emocional y cargaron de sentido y diversidad este redondo recital liederístico. Poco importó que durante toda la actuación su protagonista no quitara ojo a la partitura y al atril con sus gafas para ver de cerca. O que en toda la tarde no hubiera más palabras que las contenidas en la partitura. Ni un «encantado de volver a este teatro estupendo», ni un «qué bien está València», ni siquiera un «buenas tardes, muchas gracias y qué emocionante poder cantar en plena pandemia cuando los teatros y salas de concierto de Europa andan cerrados a cal y canto». ¡Nada! Ni siquiera anunciar los dos bises que completaron este Recital con mayúscula y sin vacías verborreas, en el que todo se centró y sustentó en la música y su revitalizadora capacidad de conmover y emocionar. El silencio absoluto del público y la enorme ovación que premió a cantante y pianista antes de que abandonaran definitivamente el escenario evidenciaron que la magia de la música volvió a reinar en esta nueva cima del ya imprescindible ciclo «Les Arts és Lied». Alguien, al final, comparó quizá no descaminadamente a René Pape con el incomparable Fischer-Dieskau. Puede ser. ¡Paz en Palestina!

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