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Antonio López deja el sol de Sol

El pintor manchego ha captado la luz de la Puerta del Sol de Madrid durante dos meses

El pintor Antonio López crea una de sus obras en la Puerta del Sol. | JOSÉ LUIS ROCA

Por las patillas que lleva, se diría que se ha escapado de un cuadro de Goya ese cincuentón que al pasar chilla «¡Don Antonio! ¡El mejor!», y se pierde por la Puerta del Sol de Madrid caminando como quien, en ese mismo lugar, podría pegarle una ‘mojá’ a un húsar de Napoleón.

Puede que don Antonio le haya echado un vistazo con el rabillo del ojo, pero está a lo suyo ante un lienzo y un caballete, en una escena inopinada.

No se ve a un genio oficiar a pie de calle todos los días, pero sí al menos 60, los que se ha tirado el maestro del hiperrealismo Antonio López Sánchez (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) pintando un par de vistas de la Puerta del Sol en dos lienzos tan altos como él y tan anchos como sus brazos en cruz. Ahí, bajo el cielo, en pura intemperie del corazón de Madrid. De su caballete hasta El Prado hay dos kilómetros, 621 hasta el Macba, 1.200 hasta el museo del Louvre y 4.029, dice el Maps, hasta el Hermitage de San Petersburgo.

Pero todas esas venerables casas guardan arte en diferido, y lo de Antonio López pintando en la calle ha sido arte en vivo. Dígase en pretérito perfecto, porque, el pasado domingo, salvo que cambie de opinión y le dé por volver, ha sido el último que ha estado pintando en ese lugar.

Tenía que salir Antonio López a la calle porque quería atrapar in situ la luz del atardecer en las dos vistas complementarias de la plaza que trata de fijar en dos telas; no le caben en un solo cuadro, una desde la esquina con la calle Carretas, y otra desde la plaza misma, bajo el eje del reloj de las campanadas y el cartel del Tío Pepe.

No avisó a nadie ni dio la lata a la prensa: se presentó un día de julio sin más a las siete y plantó su caballete hasta las nueve de la noche, haciendo dudar a un policía municipal de si tenía licencia.

Permiso tenía, y de más, porque en cada crepúsculo ha agarrado un lienzo y se lo ha llevado en brazos hasta el edificio de la presidencia de la Comunidad de Madrid, donde se lo han estado guardando en lo que fueron calabozos de la Brigada Político-Social para evitarle el engorro de tener que transportarlos a casa.

Antonio López se había planteado dos veces en el pasado salir a pintar la plaza en la plaza. Pero le paraba el pensar en el gentío. Imagínense a Keith Richards salir, lleno de arrugas, a tocar la guitarra en Trafalgar Square. Pues más o menos, pero no ha habido agobio. Ni tantas palomas.

Una labor de artesano

No lo han agobiado de más porque un ayudante guardaba celosamente cada tarde una raya pintada con tiza en el suelo, frontera para dos metros cuadrados. Dentro de esa minúscula república del arte Antonio López ha pintado Sol al sol. Y sin faltar con su gorrita roja, camiseta y pantalón corto, las tardes de la ola de calor.

Y verlo pintar es asistir a una labor de artesano. La gente por lo general calla. «Yo le vi en el Reina Sofía con sus hijas», dice una señora leísta, como debe ser en Madrid, a otra tan jubilada como ella. «A este se le reconocerá cuando muera», apunta un cuñado con Rayban negras. «Como Dalí y este, ninguno», comenta otro a un amigo. El ayudante, en bermudas, sombrero de paja y alpargatas como las de Pedro Sánchez, recuerda al público que no debe traspasar la raya blanca. Y López, con un lápiz entre los dientes, observa y pinta. De vez en cuando precisa observar la esquina donde el sol ilumina un alféizar, y si tiene gente por medio hace así con la mano y se aparta la mies de mirones como si la meciera el viento.

El artista entorna los ojos; necesita ver la luz exacta del toldo granate del Change Exchange, el neón verde del Llaollao y el cartelón negro del Papizzolo pasta & pizza. O precisa amarrar la perspectiva, y toma proporción con una escuadra que monta con dos cachos de madera y con un compás que lleva al aire y a la tela, al aire y a la tela, para captar la distancia entre la ventana del primero y la farola negra.

No necesita mucho Antonio López. Se traía casi todo en la bolsa de plástico de una tienda de arte y en otra de papel remendada con cinta de embalar que dejaba en el suelo, con la paleta y dos docenas de pinceles.

El resol de la siete de la tarde ilumina la columna de un soportal, y Antonio López coge un pincel muy fino y aplica un toque color mayonesa. Esa es toda la acción. Ni coreografía ni aspavientos, trabajo minucioso y lento del que la gente se cansa pronto, y por eso, entre el público, la vanguardia ha dejado paso a una línea más rezagada cada diez minutos; lo que se tarda en probar encuadres con el móvil.

El calor ha sido tremendo estas tardes, pero el maestro ha pintado con el aplomo del labrador que fue su padre, hasta que el sol de Sol se compadecía escondiéndose por detrás del Hotel Moderno y El Corte Inglés.

De vez en cuando conectaba con el público, se reía con los comentarios de la gente, y del calor: «Me va a dar un telele».

El público de este inédito espectáculo se ha dividido entre los que tomaban fotos al artista y los que se hacían selfis con el viejo maestro de fondo pintando un cuadro. Un día contarán: «Yo vi pintar a Antonio López».

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