Cuando veo las imágenes que envían los satélites de Marte o de la Luna, me quedo con el carricoche que se pasea por la superficie desértica como si lo manejara un niño con el mando a distancia. Miro el paisaje de arena y es como si de repente, al pisar algún grumo endurecido, el pobre fuera a dar dos o tres vueltas de campana y la banderita patriótica que parece de verbena quedara convertida en un trapo de cocina. Nunca me gustó la épica que a veces se superpone a las cosas sencillas. Tal vez por eso, una de las canciones que más me gusta sea «Las simples cosas»: «Esas simples cosas que quedan doliendo en el corazón». Escucharla en las voces de Mercedes Sosa o Chavela Vargas es siempre un acontecimiento que te sobrecoge.

Hace muchos años, cuando vivíamos en Llíria, un vecino, emigrante en Francia, volvió de vacaciones en un 4-L. Tendrían que habernos visto ustedes a todo el vecindario rodeando el auto con la cara boba de una admiración extraterrestre. Era aquel frágil Cuatro Latas como un tótem milenario y el propietario se veía convertido, en nuestros sueños de pobres estilo Dostoievski, en un triunfador que nos llenaba a los demás de una envidia insana, como todas las envidias. Lo mismo me pasó en otro de los pueblos donde viví con mi familia, pero esa vez con una moto. También venía de trabajar en Francia, y el piloto daba vueltas a la máquina como si acabara de ganar el campeonato del mundo. Pero de toda aquella magia con que nos regalaba la ignorancia, me quedo con la Montesa que conducía mi vecino Aurelio Civera en Vilamarxant. Durante muchos años fue para mí la no va más de las motocicletas. A quien sí que le iban mucho las motos era a mi padre. Tuvo no sé cuántas. Me gustaba una Lube negra, con el cambio de marchas junto al depósito de la gasolina. Y una Cofersa con sidecar. Los viajes que hicimos los dos por la Serranía… Un día la llevó al taller y fui yo a recogerla, sin decirle nada. Me estampé contra la pared de casa y no sé cómo no salté por encima del manillar, como los cowboys del Oeste sobre la cabezota de los búfalos en los rodeos. Es muy difícil conducir una moto con sidecar. Que me lo pregunten a mí y a cómo se puso mi padre al ver la pobre Cofersa medio doblada en dos como si fuera el cuerpo elástico de un contorsionista.

Este recorrido motorizado por las pequeñas memorias de la infancia regresa como un ritual casi todas las mañanas. Madrugo mucho, antes de que los pájaros se asomen al balcón con el primer sol de amanecida. El flexo con su luz amarillenta, la ruina del mundo en los titulares periodísticos que provocan el primer susto del día. Luego, aunque yo no lo vea, aparecerá en la televisión García Ferreras y anunciará, como el más histriónico Nostradamus, la llegada del apocalipsis. Y es entonces cuando suenan la puerta metálica del garaje de al lado y el chof chof de un motor que no se sabe si es de un auto o de la locomotora de los Hermanos Marx en el Oeste. No falla: es un auto. Todas las mañanas saca Félix su Mehari y no sé si se va al monte o a llevar el coche a un museo. Hace siglos que no veía ninguno. Parece de plástico amarillo y se siente orgulloso, el amigo, de los cuarenta años que lleva encima sin dejarlo tirado un sólo día por las trochas de mi pueblo.

Es un espectáculo escuchar las toses del auto todas las mañanas y ver cómo sale calle Larga adelante, como si fuera a conseguir la pole en una carrera de autos prehistóricos. Igual que esos cochecitos de juguete que surcan dando tumbos los desniveles de Marte o de la Luna, el motor alegre del Mehari arranca como si la edad nada tuviera que ver con las ganas de comerse el mundo. Ya sé que el mundo es una porquería, como en el tango de Discépolo, y que Ferreras Nostradamus reza cada día para que nos extingamos como los dinosaurios y que él y sus programas de terror en la Sexta puedan ofrecernos en directo la hecatombe. Por eso me apetecía este domingo, metido ya en el ambiente melancólico de unas navidades pasadas por el zumo agrio del puñetero pangolín, escribir sobre las cosas simples, como en la canción tan hermosa de Armando Tejada y César Isella: «uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida». Y por eso he querido escribir sobre ese último Mehari que me recuerda aquellos primeros coches y motos que deslumbraban la inocencia de un niño cuando lo que más había era oscuridad por todas partes. Igual Enrique, alguacil y Wikipedia andante de mi pueblo, va archivando esas historias de la gente sencilla que él tan bien conoce. Seguro que, entre el desasosiego de los tiempos que vivimos, hay en las vidas de ustedes muchas de esas pequeñas historias felizmente inolvidables. Seguro que las hay. Seguro.