Fue ayer, como dice la canción de Paul McCartney. Casi todas las canciones de los Beatles las firmaban él y John Lennon, pero cada cual escribía y componía por su cuenta. Hace un tiempo, Paul le pidió a Yoko Ono que lo dejara firmar como cosa suya Yesterday, seguramente la canción con más versiones de la historia de la música pop, o como se llame esa música que a mí me chifla, aunque, cuando salieron Let it be y el concierto en la terraza de Savile Row en el frío enero de 1969, me retiré de fan: después de los Beatles qué quedaba. Luego un sicópata asesinó a John Lennon, se murió George Harrison y renové sin fecha de vuelta el carné de jubilado musical. Así que Paul le pidió a Yoko que lo dejara firmar con su nombre Yesterday. Tampoco hay que tener el master de Casado para conocer la respuesta de la artista japonesa: que te den.

de todo corazón

Bueno, pues decía que fue ayer sábado el primer día del nuevo año. Seguro que ustedes habrán enviado cientos de deseos para que sus seres queridos lo puedan disfrutar de la mejor manera posible. Y seguro que habrán nombrado, en esa lista de deseos, todo lo que llevamos sufriendo al maldito pangolín. Dos años ya, por lo menos. Y en todo este tiempo hay un verso de Paul Eluard que ha estado en mi cabeza desde el comienzo del desastre: «Todo se quiebra y desaparece». La vida se ha partido en mil pedazos. Miraras hacia donde miraras, lo único que veías era un dolor insoportable. Cada día aparecían noticias malas, pero también nuevas esperanzas. Las vacunas llegaron bastante pronto. Los cálculos para la llamada inmunidad de rebaño anunciaban que esa inmunidad nos estaba esperando a la vuelta de la esquina. Sin embargo, esos cálculos se demostraron más equivocados que cuando el guardameta se tira al lado contrario de donde va el balón en un penalti. Las olas de contagios se sucedían con más frecuencia que las que surcaban los Beach Boys para hacer surf en las portadas de sus discos fabulosos. Y por si faltaba algo, y no tuviéramos bastante con los descabezados negacionistas, hizo su aparición una palabra que nunca había sonado tan fea: cansancio.

Ya no cabía más cansancio en las casas y en las vidas de la gente. Cómo gestionarlo se convertía en una acción prioritaria. Se empezó a hablar de salud mental y eso puso al descubierto que era como un tabú escondido en lo más recóndito de lo que nos pasa, no sólo cuando nos atacó el bicho sino desde siempre. Pensábamos al principio de la pandemia que íbamos a ser mejores que antes, que el dolor nos juntaría en la defensa de lo común, que la privatización de lo público iba a pasar a la historia como un juguete roto. Ahora vemos cómo ese bien común, por ejemplo esa Sanidad que tanto aplaudimos desde los balcones, sigue instalado en la precariedad. Y la gente de esa Sanidad (ojo: no sólo los médicos, sino todo el personal, absolutamente todo sin faltar ninguno) ya no puede más porque es imposible gestionar con éxito el agotamiento físico y mental que viene arrastrando desde hace tanto tiempo. O sea, que ya ven ustedes el panorama. Podría empeorarlo más si les hablara del precio de la electricidad, de los contratos basura, de los desahucios, de la justicia «igual para todos», de la prensa alimentada en las cloacas, de Vox perfumando con Varón Dandy la momia de su admirado «sepulturero mayor», como cantaba Joaquín Sabina en Adivina, adivinanza. Pero creo que ya va bien y por eso me he centrado en las hazañas barriobajeras del pangolín.

Endulzar la realidad no toca. Es tozuda esa realidad, y tanto que lo es. Pero tampoco sería bueno confinarnos en la versión que la Sexta nos ofrece a todas horas del Apocalipsis. La mirada sigue viva, sigue siendo curiosa, inconformista, no se limita a asumir sin más el paisaje que se le abre (o se le cierra) por delante. Por eso hay otra palabra que nunca, a mucha gente, nos ha abandonado: resistencia. Hemos abierto sendas con ella, con esa palabra tan hermosa, toda la vida. Y ahora no nos la vamos a negar porque las cosas las haya empeorado un virus que para más pitorreo tiene nombre monárquico.

Ayer, con el permiso de los Beatles, dio comienzo otro año. Y hemos de ir a por él, contra todos los cansancios, como hacían los buscadores de oro en los casi invisibles reajos del cine del Oeste. Eso sí, que esa acometida no sea como un acto de romanticismo heroico, sino que esté amparada por la decisión política de apostar definitivamente por los servicios públicos, por el bien común. Empecé esta columna con una canción que se merece un monumento. Y acabo, como muchas otras veces, con los versos de una mujer que se merece otro enorme reconocimiento: Emily Brontë, autora como ustedes saben de la inmensa novela Cumbres borrascosas. Aquí van esos versos: «¿No parece esta tarde, en su ocaso, / dar paso a un día más hermoso?». Que tengan ustedes, a pesar de la que está cayendo, un feliz año nuevo. De todo corazón se lo deseo. De todo corazón.